Arrestos de alcaldes ha habido y seguirán ocurriendo. El “delito”: no pagar laudos. No son encarcelados, propiamente dicho; tampoco posan en frente y de perfil para las fotos del fichaje. Tocan baranda un ratito y luego los dejan ir. Pero como quiera pesan sobre ellos la amenaza de la destitución que acaso merecen por otras causas, pero que en estos casos no se ha concretado. Reunidos este miércoles con la secretaría de Desarrollo Económico y del Trabajo, Ana Cecilia Rodríguez González, los presidentes municipales y/o representantes de los ayuntamientos de Jonacatepec, Jantetelco, Yautepec, Yecapixtla, Puente de Ixtla y Tetecala fueron por lana y salieron trasquilados. Les dijeron que la Tesorería Estatal no tiene dinero para prestarles… ni tendrá. El adeudo general no es cualquier cosa: 240 millones de pesos, heredada la “droga” por anteriores administraciones y crecientes los montos por el acumulamiento de días de salarios caídos. Laudos pequeños y medianos pero también impagables, por enormes, como uno de 50 millones de pesos en Puente de Ixtla, donde por una orden a la Comisión Estatal de Seguridad serán arrestados los integrantes del cabildo. Ocioso el pretexto de la reunión –“analizar de manera conjunta acciones oportunas y evitar la crisis que enfrentan los munícipes por el incumplimiento en el pago de laudos”–, lo fue porque el análisis sale sobrando y lo que falta es dinero ya que pagar es la única manera de salir de la bronca… CON esta entrega el columnista inaugura una serie de cuentos cortos que ofreceré de vez en cuando. Aquí el primero: El nevero pasaba enseguida de la hora de la comida. Los últimos calores de julio reclamaban algo fresco, y más en agosto cuando los perros con la lengua de corbata correteaban a las perritas en celo, coronada la disputa por el espectáculo que escandalizaba a las viejas beatas y divertía a los chamacos precoces. Cargaba sobre los hombros un bote de madera y calzaba botas mineras, de suela de llanta. (Bromeaba: “marca Goodrich Euskadi, para morir iguales”). Sonora, su voz traspasaba los muros, inundaba el interior de las casas, nos hacía agua la boca el pregón de “¡nieve de lechi!”. Por años lo escuchamos los chamacos de la pandilla de la cuadra próxima a la plaza de toros que años más tarde acabaría convertida en hotel de cinco estrellas. Estábamos el típico niño gordo a quien dábamos carrilla (o sea, buling), el chavito fresa cuya compañía condicionábamos a que nos saludara a su hermana la güerita, y el hijo de la mamá más mocha del barrio que cierto día lo metió al seminario pero rápidamente desertó porque su verdadera vocación no era la de sacerdote, sino ser padre de más de cuatro. Hasta que una tarde no oímos al nevero. Extrañamos su presencia, pero sobre todo la nieve de leche, dulce, cremosa, servida en cazuelitas de harina y canela, de veinte centavos con dos bolas y diez con una. Por la noche nos enteramos: el nevero estaba muerto. Algunos fuimos a la velación, con permiso de los papás, y a otros que no se lo dieron, se escaparon. El nevero, de quien nunca supimos su nombre, yacía sobre la mesa colocada en el medio del cuarto de vecindad que era a la vez sala, dormitorio y cocina. Tenía cerrados los ojos y vestía el overol de mezclilla con el que siempre lo vimos. Asomadas las puntas gastadas, las botas de minero parecían esperarlo debajo la cama. Cuatro cirios enmarcaban el cuerpo, y en la entrada de la vivienda paupérrima una canastita acumulaba las monedas de cobre y unas cuantas de plata ley cero 720 con las que cooperaban los amigos del difunto para comprar el ataúd. No sin antes gorrear un cafecito “sin piquete” (el chorrito de alcohol del 99 sólo para los adultos), los chavitos nos retiramos del velorio por ahí de la medianoche. Se podía, estábamos en los últimos días de vacaciones del verano y la levantada no era todavía tempranera. Seguimos extrañando al nevero gritón, nos habíamos acostumbrado a su paso puntual y a sus ocurrencias hilarantes. Fue hasta una semana después que el chisme corrió por el barrio. Contaron que ya de madrugada la viuda y un compadre del muerto se quedaron solos, velándolo. Agotados por el cansancio, a punto de vencerlos el sueño, la viuda creyó ver que su marido abría los ojos. Pero no era su imaginación. De pronto, el nevero se incorporó, observó las velas encendidas y al ver a su mujer y su compadre abrazados por el miedo, pensó que le ponían los cuernos. Soltó una retahíla de maldiciones y exigió su bote para empezar a hacer la nieve. No estaba muerto. “Fue un ataque de catalepsia”, diagnosticó el médico. En el barrio le pusimos “El Aparecido”, y cuando nos portábamos mal las mamás nos decían que se nos iba a aparecer “El Aparecido”. Pero no conseguían asustarnos. La nieve de lechi superaba nuestro miedo... (Me leen el lunes).

Por: José Manuel Pérez Durán / jmperezduran@hotmail.com

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