Con el olor agrio a sudor cicatrizado en sus pieles, treinta campesinos velan el cuerpo de un compañero. Llevan tres días rezando frente a un cadáver que empieza a descomponerse. Me cuenta el Padre Iván, a unos metros de ellos, que en ocasiones llegan a tenerlos seis días en sus casas, negándose a dejarlos ir, “aunque la tierra los reclame”.
El Padre Iván conoce bien los avatares del tiempo a orillas de río Coco, en el norte de Nicaragua. Ha recorrido cada centímetro de esta tierra en largas travesías a mula o a pie, dictando evangelios por cordilleras y pueblos donde alguna vez creyeron (o les hicieron creer) que la esperanza estaba en el progreso. Cansados de esperar, optaron por la religión.
Con él comparto conversaciones a media tarde, palabras sobre el tiempo y la muerte, el celibato o el vino, la pobreza y el brandy. Iván es un cura inusual que ha ajustado La Biblia a su imagen y semejanza. Cuando la policía italiana Ie vio llegar al aeropuerto de Roma vestido de sotana y la maleta llena de botellas de ron, le preguntaron sorprendidos si eso estaba permitido en las sagradas escrituras. Él respondió que hasta ahora no había leído en ninguna página que un pobre cura nicaragüense no pudeda echarse unos tragos fuera del horario de trabajo… Así que, “permiso, por favor”.
Tras unos minutos de silencio reflexiona y mira hacia los campesinos que ahora, a miles de kilómetros del Vaticano, rezan durante tres días frente al cadáver de su compañero. El hombre, dice, se aferra desesperadamente a la vida según avanza el tiempo. Deben dejarlo marchar…
Las palabras del Padre Iván me hacen dudar. Miro a esos hombres y mujeres y no veo en ellos temor o desesperación por la muerte. Tampoco creo que la persona que falleció vacilara temblorosa al final de sus días. En sus llantos veo más bien recuerdos. En sus rezos, distingo quizá una voluntad de acompañamiento y permanencia.
El tiempo puede concebirse de dos maneras, como tiempo biológico y como conciencia. El primero es inquebrantable. El hombre nace, crece, se reproduce y muere. El segundo no tiene que ver con la longitud, sino con la intensidad. Dependiendo de la experiencia vivida, ese momento será más o menos intenso, y por tanto, el tiempo podrá percibirse como más o menos duradero.
Las sociedades modernas se han empeñado en explicar la historia desde un punto de vista lineal, uniforme y abstracto. El tiempo biológico se ha reconvertido en una secuencia de minutos, horas y años que llevan de manera despiadada hasta la muerte. Si la historia era antes una forma de proteger el pasado, desde hace años su lugar lo ha ocupado el progreso. La conciencia ha pasado a ser un acontecimiento más en esa línea del tiempo vertiginosa donde el futuro sólo puede entenderse a través de la tecnología.
La mejor prueba se encuentra en las ciudades de los llamados países desarrollados. Allí el olvido se ha convertido en la herramienta idónea para evitar la conciencia y justificar esa perspectiva uniforme del tiempo. Las sociedades ricas invierten casi todos sus esfuerzos en olvidar. Es la mejor manera de enterrar cualquier resquicio de cultura que crea en su propia historia y no tema a la muerte.
Dios ya no está en la salida del sol, en un recién nacido o en el brote de una flor. La religión que creció al amparo de las sociedades contemporáneas ofreció una imagen distanciada de él, un ser lejano representado al final de los días en forma de cielo o infierno. La muerte, fiel aliada del tiempo, se ha convertido en la espada de Damocles, en un juicio fatal.
Mucho antes de todo eso, las distintas culturas, entre ellas las campesinas, entendieron el tiempo de manera cíclica. La rueda ineludible del paso de los años tenía un factor de resistencia: el suelo por el que rodaba. Ese suelo está representado por el otro, por aquellos que continúan viviendo y que prolongan la vida más allá de la muerte. La reproducción era (y es) la manera de saltar esa severa dictadura que es el tiempo y que todo lo acaba. Para ellos la muerte es el fin, pero también el principio.
Los campesinos que tengo frente a mí no sufren por la desesperación que impone el reloj, sino que convocan el recuerdo a través del tiempo de la conciencia. Observan el cadáver y tratan de rescatar el pasado para afirmarse en la historia, su historia. Podrían estar días haciéndolo. En ellos permanecerá vivo ese nombre que pronto escribirán en una lápida, si tienen dinero para ello.
La mejor manera de responder al Padre Iván sobre mis dudas es contándole una historia que algún día me transmitió mi padre, el de sangre. Él me que contaba que en otros tiempos, en algún lugar de Asia, los hombres que creían haber llegado al final de la vida se despedían de sus familiares y caminaban al lado de los elefantes más viejos, esos que se separaban también de sus manadas para no estorbar y morir en soledad. En la ruta de los paquidermos, aquellos hombres encontraron un sentido inviolable a la condición humana: reconocer el final del viaje.
LAS MARIPOSAS SILVESTRES Bitácora Sentimental
Hay mariposas Monarca, que vienen desde Canadá hasta Michoacán a vivir luctuosamente nuestro verano. Después no sé lo que hacen. No creo que tengan fuerzas para regresar a su mundo de hielo. Tal vez dejan sus pétalos de rosa sobre nuestros campos de maíz y de pobreza.
Yo no las conocí más que en la escuela secundaria, en donde, en un aparador vitriado, las tenían con un alfiler en el corazón sobre un fieltro verde.
Pero yo quisiera hablar de mis mariposas silvestres. Ellas vienen de mi rancho, de mi hogar y no van a ningún lugar porque no saben dónde ir.
Yo las observo volar como loquillas sin brújula de un lado a otro, a veces juntas pero siempre separándose para ir a una planta, a una flor, a un amor diferente.
Ellas son como usted y yo.
