En las sombras de la Glorieta de La Luna, donde el rugido incesante de los motores se entremezcla con el pulso indiferente de la ciudad, una luz diminuta se extinguió para siempre la tarde del 27 de agosto de 2025. Una niña indígena de apenas tres años originaria de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, dejó este mundo no en los brazos de un hogar seguro, sino bajo las ruedas de un camión de empaques que avanzaba inevitablemente cuando el semáforo cambió a verde. Su corta vida, marcada por la pobreza que obliga a los más vulnerables a danzar entre el peligro por unas monedas, se convirtió en un eco doloroso de las injusticias que acechan a miles de niños migrantes en México. La niña no era sólo una víctima; era un símbolo de la resiliencia rota, una "bebecita que bailaba y bailaba", como la recordaba con voz entrecortada una comerciante local, mientras el sol se ponía sobre su humilde ofrenda.
Nacida en las tierras altas de Chiapas, una región azotada por la violencia, la desigualdad y la falta de oportunidades, la menor llegó a Cuernavaca junto a su familia en busca de un futuro que el sur no podía ofrecer. Como muchos indígenas tzotziles —idioma que sus tutores hablan con fluidez—, migraron huyendo de la pobreza extrema, solo para encontrarse con una realidad aún más cruel: las calles como escenario de supervivencia.
Diariamente, bajo el sol abrasador o la lluvia intermitente, ella y su tía, una joven también menor de edad, se paraban en el bullicioso crucero de la Avenida Plan de Ayala. Con un gorrito colorido en la cabeza y un peluche de conejo blanco como compañero fiel, la pequeña giraba y saltaba al ritmo de una bocina portátil, extendiendo su manita para recolectar monedas de los automovilistas detenidos en el rojo del semáforo.
"Era frecuente verlas allí, apoyadas con esa bocina que de pronto se apagaba para pasar por las filas de autos", relataban testigos, quienes advertían una y otra vez del peligro inminente.
Sus padres, dedicados a limpiar parabrisas en los alrededores, las enviaban a este ritual diario, un acto de explotación infantil que pasaba desapercibido ante las autoridades municipales, pese a las denuncias previas de conductores preocupados: "No la suelten, que no ande entre los autos", suplicaban, pero las advertencias caían en oídos sordos.
La tragedia se desató alrededor de las 17:15 horas, cuando Imelda, tras recibir unas monedas que se le cayeron al piso, se agachó para recogerlas. El semáforo viró al verde, y el camión —un vehículo que circulaba en su carril, según algunos testigos— avanzó sin percatarse de la figura diminuta. El impacto fue instantáneo y fatal; la niña quedó tendida en la banqueta, con heridas que los paramédicos de la Cruz Roja sólo pudieron certificar como mortales.
"Lamentablemente, esta pequeña habría fallecido atropellada hoy en dicho lugar", lamentaba un usuario en X, mientras miles compartían clips previos de Imelda bailando, transformando su alegría infantil en un lamento eterno.
El conductor, un hombre que se detuvo metros adelante, fue detenido inmediatamente por la Policía Vial y puesto a disposición del Ministerio Público. Hasta el momento, es el único imputado formalmente, aunque la investigación de la Fiscalía se extiende a posibles negligencias viales y el contexto de explotación.
"¿Cuántas tragedias más se necesitan para que el Ayuntamiento actúe?", cuestionaban vecinos de colonias como Flores Magón, donde la explotación infantil viola flagrantemente la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, exponiendo a los menores no solo a vehículos, sino a agresiones y balaceras en carreteras cercanas.
En el sitio de su partida, la comunidad erigió un altar improvisado que conmueve el alma: un par de flores robadas a las jardineras cercanas, veladoras parpadeantes, su adorado peluche de conejo y el gorrito que ondeaba con cada pirueta. En minutos, transeúntes y vendedores semifijos se congregaron, depositando ofrendas con lágrimas contenidas. Un niño dejó una paleta, un gesto simple pero profundo de inocencia perdida. "Era una bebecita que bailaba y bailaba. ¿Quién iba a decir que ayer fue la última vez que la vimos?", musitaba la comerciante, su sonrisa a medias un velo sobre el duelo colectivo.
En redes como Facebook, Instagram y TikTok, la historia de de la pequeña se multiplicó: videos de su baile se compartieron miles de veces, con lamentos como "¡Madre mía! ATROPELLAN A NIÑA QUE BAILABA POR MONEDAS" o "MU3RE NIÑA TRAS SER ATROPELLADA, PEDÍA LIMOSNA EN CUERNAVACA", transformando su tragedia en un clamor por justicia.
Ella no debió morir así. Su partida expone las grietas de una sociedad que permite que niños como ella —hijos de la migración forzada, víctimas de la indiferencia— bailen al borde del abismo.
En Chiapas, la violencia y la pobreza expulsan familias enteras; en Cuernavaca, las calles las devoran. Que su memoria impulse reformas urgentes: prohibiciones estrictas al trabajo infantil, refugios para migrantes indígenas, y una vigilancia vial que priorice la vida sobre la prisa.
Descansa en paz, pequeña; tu luz, aunque apagada, ilumina el camino hacia un México que proteja a sus más frágiles.
