Ramiro deja la cama con el primer canto del gallo, despertado literalmente por el plumífero de su vecino. Vive en una colonia que cuelga de la loma que hace años urbanizó el crecimiento de Cuernavaca. Se baña con agua fría porque, además de que en tiempo calor disfruta el chorro gélido, en su casa con techo de cartón no hay el boiler que le vendría bien en los meses de diciembre y enero, cuando el frío del amanecer lo invita a quedarse envuelto en la cobija deshilachada pero el trabajo lo empuja a la calle. A sus setenta y cinco años pocas cosas le interesan a este don de andar increíblemente erecto y hablar comprensiblemente pausado. Nada, dice, que no sea su casa. “Mi cueva!”, le llama con un dejo de tristeza al par de cuartos que levantó hace tanto tiempo que no recuerda exactamente cuánto. Lo que sí, que entonces era feliz porque aún vivía su esposa y lo hacían reír sus dos pequeños hijos que un mal día murieron atropellados por un coche. De la parada bajando la loma a la pequeña plaza donde trabaja tarda una hora en ruta, paga dos pasajes y camina por media colonia. Lo tiene perfectamente medido, lo hace de lunes a domingo pues para él no hay día de descanso. Su rutina empieza a las siete de la mañana, apenas llega cuelga su sombrero en la rama del guayabo y checa que funcione el silbato con el que dirigirá a los automovilistas. Muchos y muchas lo conocen de años atrás. Está la señora gorda a la que conoció cuando era flaca, buena gente ella, educada, saludadora y sobre todo generosa: nunca le da menos de cinco pesos de propina, y hasta la notó apenada un día que no traía cambio para darle. También están las dos chicas que los sábados no fallan, solas o acompañadas de amigos, saliendo del minisúper cargadas de bolsas con refrescos y botanas que Ramiro sube a la camioneta. O el policía que una noche sí y otra también aparece luego de haber terminado su turno, visiblemente cansado, balbuceando “buenas noches”, arrastrando los pies. El uniformado del que Ramiro deduce “es de la federal” no porque lo haya leído en las letras de espalda de la camisola azul, pues el viejo que trabaja de “viene, viene” no sabe leer, sino porque recuerda que una noche dos chavos con pinta de malandros vieron al uniformado y dijeron: “este cabrón es de la federal”. Pero Ramiro nomás piensa, no dice; respeta los códigos de la calle y sabe que el pez por la boca muere. A la tienda de conveniencia de la plaza donde labora la han asaltado tantas veces que no se acuerda si diez, quince o veinte, sólo que muchas. Unas veces los policías llegaron rápido, otras se tardaron demasiado en aparecer y en todas las ocasiones los ladrones huyeron. En motocicletas o en taxis, según los testigos que luego se lo dijeron entre sí, no a los policías que los interrogaron. Nadie “vio nada”, incluido Ramiro que una y otra vez ha dicho lo mismo a los policías. “Yo no me di cuenta, todo sucedió muy rápido, nomás oí a la gente gritar que acababan de asaltar la tienda”. Miente para salvar la vida, sabe que los malandros lo conocen, que no es un soplón, que varios días se han topado con las miradas. ¿Delatarlos con el federal que conoce? Para qué, de nada servirá, piensa que más tardaría en decirlo que los malandros en salir de la cárcel e ir por él. La calle lo ha vuelo desconfiado, y por estos días un poco preocupado. Tanto ha escuchado la palabra coronavirus que le picó la curiosidad. Sobre todo porque lo afecta económicamente: menos clientes significan menos propinas. Así que les pregunta a sus clientes: “¿el virus ese cuándo se acaba?”. Nadie parece saberlo, y a los que le aconsejan que se guarde en su casa para que no lo contagien les contesta que en su cueva no ganará para comer… (Me leen después).
 

Por: José Manuel Pérez Durán / jmperezduran@hotmail.com

Cumple los criterios de The Trust Project

Saber más

Síguenos en Google Noticias para mantenerte siempre informado

Sigue el canal de Diario De Morelos en WhatsApp