En un movimiento político que ha despertado polémica e indignación en amplios sectores de la sociedad morelense, el Congreso del Estado de Morelos —de mayoría morenista— designó a Nadxieelii Carranco Lechuga como nueva presidenta de la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH). Lo que a simple vista podría parecer una designación más dentro de la vida institucional, es en realidad un regreso simbólico (y práctico) del exgobernador Graco Ramírez Abreu al escenario público, ahora disfrazado de “derechos humanos”.
Carranco no es una figura ajena ni inocente en la historia política reciente del estado. Se le vincula estrechamente con el grupo político de Graco Ramírez, y fue durante su administración que comenzó a ascender dentro del aparato institucional, ocupando cargos estratégicos en temas de género y justicia. Su designación, en este momento particular, representa un claro reciclaje de cuadros y una señal inequívoca de que el gracoísmo, lejos de estar muerto, se reconfigura con nuevas máscaras y nuevas trincheras.
Lo más grave del asunto es que esta designación fue avalada por la mayoría legislativa de Morena en el Congreso local. El partido que prometió una transformación de fondo y que se ha vendido como opositor al viejo régimen, hoy actúa con una incongruencia flagrante. ¿Cómo puede hablarse de regeneración política cuando se rescatan los mismos nombres ligados a prácticas y gobiernos que fueron duramente criticados por su autoritarismo, corrupción y simulación institucional?
El Congreso de Morelos ha quedado exhibido. En lugar de abrir un proceso verdaderamente ciudadano, con convocatoria amplia, comparecencias transparentes y filtros éticos reales, eligió por mayoría a una figura que representa el pasado más cuestionado. Y con ello, Morena en Morelos envía un mensaje lamentable: que en la práctica vale más el cálculo político que la coherencia con los principios que enarbola su discurso nacional.
Quienes defienden la llegada de Nadxieelii Carranco argumentan que tiene experiencia en temas de género, justicia y derechos humanos, y que su perfil técnico es adecuado para el cargo. Señalan que su paso por instancias Estatales y Nacionales le da una visión integral sobre la defensa de los derechos, en especial los de mujeres y niñas.
Sin embargo, estos argumentos palidecen ante las razones éticas y políticas que deberían prevalecer en una institución como la Comisión Estatal de Derechos Humanos. No basta con tener conocimientos técnicos o experiencia en la administración pública. Es indispensable contar con legitimidad social, independencia de grupos políticos y un historial ético incuestionable. Y en este caso, lo que domina no es la trayectoria de defensa de derechos, sino el tufo de intereses políticos.
Además, en una entidad como Morelos, donde la crisis de derechos humanos es profunda —desapariciones forzadas, feminicidios, desplazamientos, violencia institucional—, no se puede permitir que la presidencia de la CEDH se convierta en un bastión de protección política o en una oficina de silencios convenientes. La Comisión debe ser la voz de los que no tienen voz, no una pieza más del ajedrez partidista.
Este hecho pone en evidencia lo que muchos en la sociedad civil ya sospechaban: el gracoísmo no desapareció, solo se replegó. Hoy regresa por caminos indirectos, buscando consolidar espacios de poder en instituciones clave. La Comisión Estatal de Derechos Humanos es una de ellas, porque desde ahí puede obstaculizar denuncias, filtrar información, y construir un escudo protector para intereses personales o de grupo.
Y lo más preocupante: este regreso ha sido facilitado por aquellos que, en el discurso, se oponen frontalmente al legado de Graco Ramírez. Morena, con su mayoría legislativa, ha cruzado una línea peligrosa. Ha preferido pactar con el pasado antes que construir el futuro que prometió. Es una traición a sus votantes, a sus principios y a la lucha ciudadana contra los abusos del poder.
Ante este panorama, la ciudadanía no puede permanecer indiferente. No podemos permitir que la CEDH, que debería ser un contrapeso ético del poder, se convierta en botín político. Es momento de exigir transparencia en las designaciones, rendición de cuentas en el Congreso, y un ejercicio de auditoría ciudadana sobre los perfiles que asumen funciones públicas.
Hay que alzar la voz, organizarnos, acudir a las sesiones públicas, interponer recursos legales si es necesario, y construir una presión social real para que el poder sepa que está siendo observado. Porque si dejamos pasar este tipo de imposiciones sin resistencia, mañana será la Fiscalía, el Tribunal, el Instituto de Transparencia o cualquier otra institución autónoma la que caiga en manos del reciclaje político. ¿No cree usted?
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