TINTAS

Un alma negra y una blanca deba­ten sobre el fin del dilu­vio. Cuervo y paloma vue­lan la cur­va­tura del mundo creando som­bras y luces entre los espe­jos del agua. Acua­rela pri­mi­ge­nia que plasma el arcoí­ris y le da al nuevo mundo su pri­mera buena noti­cia.

Hiena

El sen­tido del humor de la hiena es más bien un sin­sen­tido. Si se le juz­gara por su chi­llido se podría pen­sar que ser fea, pati­zamba y apes­tosa no son cosas que le acom­ple­jen pues siem­pre se ríe. Que tal vez una suerte de buena acti­tud (todo antes que la resig­na­ción) le hace res­pe­tar el desig­nio del crea­dor por con­si­de­rarlo sabio. Si no es así, enton­ces habría que ape­lar a una sen­sa­tez casi humana para enten­der los orga­ni­gra­mas y su lugar den­tro de ellos.

En cual­quier caso, y a juz­gar por su incon­fun­di­ble chi­llido, le encuen­tra gra­cia a la vida. Soporta sus estig­mas con resig­na­ción y en el afán de cada día sale a bus­car el sus­tento entre las sobras indig­nas de los feli­nos o algún puchero de tri­pas mal coci­nado en el bochorno del pan­tano.

Come con ansia, tirando taras­ca­das y arre­ba­tando boca­dos, pero se mueve con cau­tela para no ser presa de algún león abu­sivo u otras hie­nas más ham­brien­tas que le hagan ser el ban­quete fresco de la tarde. Piensa en la des­gra­cia que sería estar en el atra­cón y no comer.

Muy hecha a mala­ba­rear el ham­bre se esca­bu­lle insa­tis­fe­cha, sigi­losa, escon­diendo la cola a la vez que diserta sobre el humor negro del Crea­dor que le dio a las hie­nas espí­ri­tus pusi­lá­ni­mes y estam­pas des­gar­ba­das que en poco o nada com­pi­ten con la tierna belleza de un cer­va­ti­llo, el exo­tismo ele­gante de una cebra o el majes­tuoso espec­tá­culo de la jirafa al ensa­yar sus pasos de ballet en el hori­zonte de la sabana. El león es una cate­go­ría aparte, una alu­ci­na­ción sal­vaje que lite­ral­mente gobierna vidas y reparte muer­tes en el puro embe­leso de obser­var. Esto hace pen­sar a la hiena en la cruel­dad del humor de Dios y sobre todo el mal gusto de echarla a ella, tan fea, a este mundo regido por la belleza.

Como es habi­tual en cier­tos espí­ri­tus mal ave­ni­dos, seguido piensa en Dios, pero lo hace de una manera retor­cida. Ima­gina que le muerde la mano y se la rasga lle­ván­dose ten­do­nes y hueso; hasta puede sen­tir entre los col­mi­llos la sua­vi­dad de su carne y el olor de su san­gre... ¡un bocatto di car­de­nal! Cuando la enso­ña­ción ter­mina ella recuerda que sólo es una hiena y llora de ver­güenza, pero nunca de arre­pen­ti­miento.

Agra­dece no ser ima­gen y seme­janza de Dios... y suelta su car­ca­jada deli­rante.

Tor­tuga

A la tor­tuga nadie le ha dicho que carga un mito. Pero ella, pru­dente, camina lento por la vida pro­te­giendo el equi­li­brio del mundo.

Y así suma siglos.

Cara­col

El cara­col no añora la noche, no tiene recuer­dos.

Den­tro de su hogar vive un eterno pre­sente y recién empieza a enten­der el caos.

Ele­fante

No es que tenga buena memo­ria, lo suyo es impronta de obser­va­dor, cons­tan­cia de su lento cami­nar por un otoño inter­mi­na­ble que le mar­chita la piel y la año­ranza de un hogar al que no vol­verá.

Desde que bajó del arca no se ha dete­nido y mar­cha en la espe­ranza de algún día alcan­zar el hori­zonte y des­can­sar la mirada; en tanto, refle­xiona sobre el sen­tido de ser cir­quero, pin­tor o dei­dad en un mundo que des­deña a los ele­fan­tes. Recien­te­mente (los últi­mos 5 mil años), escu­cha un man­tra que le llega como susu­rro y cons­ti­tuye un dilema que poco a poco se vuelve pro­mesa en la idea de no saber nada, de ser una pie­dra más en el fondo del río y fluír ligero hacia otra forma de vida, libre del desen­freno del mundo y su his­to­ria absurda pla­gada de víc­ti­mas pro­pi­cia­to­rias.

La idea le empieza a inte­re­sar (los espí­ri­tus gigan­tes razo­nan lento sope­sando las tan­gen­tes de cada uno de sus pasos, como si al cami­nar rei­ni­cia­ran el tiempo y abrie­ran nue­vas posi­bi­li­da­des a la reden­ción de los seres) pero algo le dice que cuando final­mente tome una deci­sión la his­to­ria ya no ten­drá más pági­nas para escri­bir, vidas que pro­te­ger, árbo­les para ras­carse la espalda, ni, mucho menos, una gesta epo­pé­yica dedi­cada a él, por lo que se con­de­nará al sino are­noso del tiempo como lán­guida som­bra errante.

Mejor desa­pa­re­cer en el polvo mile­na­rio y dejarle a los huma­nos el dilema de una evo­lu­ción sin ele­fan­tes ni memo­ria.

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