Me regalaron un perrillo cinzado de dos razas diferentes; muy agradable y simpático, cuyo único defecto es ser noctámbulo. En las noches se pasa el tiempo acarreando mis calcetines para su guarida, mordisqueando los zapatos que encuentra y haciendo ruidos que nos hacen pensar en la presencia de ladrones.

En la mañana, por lo contrario, duerme plácidamente hasta una hora no determinada porque no tengo tiempo para cuidar su despertar.

Pero hecho un análisis sobre la conducta de estos seres tan cercanos, me doy cuenta de que originalmente los lobos deben de haber ido a la caza en la noche y deben de haberse sustraído a la luz del día en sus cavernas. En las carreteras, por ejemplo, es curioso ver perros viajeros que van a un lado de los coches con rumbo desconocido.

¿A dónde van? Nadie lo sabe, porque la biografía de esos bellos animales es desconocida. Tal vez huyeron de su casa por malos tratos y se van otra vez a la sierra, a cazar conejos como sus antepasados. Mi perro noctámbulo lo voy a regalar para poder dormir tranquilo algún día de la semana.

Las pulgas

Cuando no tengo nada que hacer -el dorado ocio que decían los clásicos- observo a estos animales perros a mi alrededor. Uno de sus grandes problemas -reales o ficticios- son las pulgas. Se pasan un alto porcentaje de su tiempo tratando de encontrarlas entre su pelaje y de matarlas y de comérselas, supongo.

Nosotros, con regularidad, rociamos a los perritos con un polvo especial y al cepillarlos al cabo de un rato caen, efectivamente, en el piso, muchos insectos diminutos, a los que hay que rematar como se pueda.

Pero aun así, ellos -los perros- siguen rascándose y buscando unas pulgas utópicas, que al cabo de ocho días, por un misterioso proceso, se vuelven reales. Allí andan en el vientre, conviviendo a su manera con sus amos.

Porque curiosamente las pulgas también duermen. Cuando los perrillos se echan a dormir, ellas también lo hacen; y durante horas cesa la batalla y se dejan descansar unos a los otros.

Pero apenas empezado el día se abren las hostilidades y se trata entonces, con renovada furia, de saber quién se desayuna a quién.

Epitafio
Atahualpa ‘es uno mismo bendijo pero alos con amigos: otro cuero’, en cada uno está elyomás sincero en ese amor que siempre ofrece abrigo. LordByron amó en su amigo perro ‘las virtudes del hombre sin sus vicios’ y bendijo conla sangre de su oficio la vida mancillada en el entierro. Epitafio que es uno en su grandeza por los perros/hermanos del agüero y sus vidas compendio de nobleza. Por el amigo de corazón guerrero cuya lealtad no esconde la cabeza ‘y es uno mismo pero con otro cuero’.

Fanor, Fanor

No siempre quise a los perros. Cuando niño me eran antipáticos por lambiachis y encimosos. Particularmente me caía mal un perrillo corriente que un día mi padre trajo a casa. Decía con un chiste, al que yo no le veía gracia, que se lo habían vendido como perro policía, pero “de la reservada”. Le pusieron “Fanor” quién sabe por qué y se instaló en el centro de la familia, desplazando a los que teníamos méritos y antigüedad en ese escalafón afectivo.

No sabía el ingenuo lo que es meterse con la mafia. Yo seguía cursos de violín por las mañanas. Cuando la casa se quedaba vacía, yo sacaba el precioso instrumento de su arcón de drácula y con los sonidos más agudos, perseguía al perrillo por todos los rincones en donde trataba de esconderse. Era una tortura que sólo un siciliano podía inventar. Un día estábamos cenando en familia y el perro se metió debajo del mantel y me mordió la pierna: la guerra estaba declarada. Mi padre intervino como mediador, me dio un pescozón y vendió el violín.

Me quedaba el recurso de las ligas. En la tienda de la esquina vendían aventadores, anafres, chito, chiles en salmuera, aguardiente de sabores y ligas.

Con ellas y con pedazos de cartón mojado se puede librar cualquier batalla. Sólo había que esperar que mi madre se fuera al mercado para ajustar cuentas con aquel delator.

El perrillo iba de casa en casa, por toda la vecindad, poniéndonos en vergüenza, como si no le diéramos de comer y los vecinos lo querían -quién sabe por qué- y le daban de lo que estaban comiendo y el perrillo moviéndoles la cola de agradecimiento.

Nos reconciliamos, como los grandes espíritus, en la desgracia. Un día pasó por el barrio el envenenador de perros. Al Fanor le dieron un pedazo de carne con estricnina. De nada sirvió que mi madre quisiera salvarlo con todos los recursos a su mano. Cuando mi padre llegó del trabajo estaba muerto. De aquel rostro duro vi cómo escurría una lágrima, la única que le vi en su vida.

Y quizá hizo un deseo en ese momento. Que aquel animalito lo acompañara por los caminos del más allá, enseñándole cómo llegar a Mictlán, la ciudad de los muertos.

Y creo que Fanor lo ha hecho.

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