Existió una vez un dinosaurio, llamado Dino era tan grande como un castillo. A pesar de su tamaño Dino era un dinosaurio bueno y muy feliz, y amaba tanto a la naturaleza que era absolutamente incapaz de hacerle daño ni a un mosquito. Se pasaba el día tan alegre que saltaba y danzaba por doquier animando a cuantos pasaban a su alrededor; sin embargo, un día ocurrió un accidente terrible. Dino, en uno de sus joviales paseos, pisó sin querer, con su gran pie, una preciosa flor que había junto al camino. La bella flor no pudo soportar la fuerza de aquella pisada, y aquel terrible accidente supuso el fin de la alegría para Dino. A pesar de que todos le animaban diciéndole que había sido un accidente y que podía haberle pasado a cualquiera, Dino no se consolaba y no se perdonaba a sí mismo el no haber estado más atento.
Hasta que un día al saltamontes Javier se le ocurrió lo siguiente:
Tal vez la solución sería que Dino caminase de un lado a otro dando saltos y cabriolas, como a él le gusta. De esta forma, no podrá hacer daño nunca a nadie más- Exclamó orgulloso de su idea.
Y tenía motivos para estar orgulloso, ya que a todos les pareció una fantástica idea, incluso al mismísimo Dino que, a partir de entonces, fue de acá para allá saltando y bailando siempre, y con muchísimo cuidado, de puntillas. Y de esta sencilla forma, Dino recuperó su alegría y se reconcilió con la naturaleza a la que tanto quería.

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