Los personajes existen, son de carne y hueso, sufren, gozan. Cambiados aquí sus nombres, su historia es real. Primero Tomás estuvo en Colorado, luego en Phoenix y de vuelta a la capital de Arizona. Cuenta: “Ya tenía ‘jale’ (trabajo), pero dos cosas me ‘pucharon ’(empujaron) a Phoenix. La primera: una chava de Guerrero, mi paisana Sofía a la que conocía de antes y me la volví a encontrar, y la segunda, las nevadas de Denver. Imagínate: yo de tierra caliente sambutido en una heladera. Nunca me acostumbré al frío. Trabajaba en una estación de gasolina. Entraba a las siete y a las seis con treinta ya estaba en la parada del ‘bosh’ (autobús). No supe si lloraba de frío o de tristeza. Pensaba que en mi pueblo estaba haciendo calor… y yo muriéndome de frío. Usábamos guantes para despachar la gas, pero ni así. Los dedos se nos engarrotaban y había que seguir en el ‘jale’. La chava que te digo nos hablábamos por teléfono. Me decía que en Phoenix había trabajo: ‘Debías venirte. En el hotel donde trabajo necesitan una persona que haga de todo, como tú’. Y me fui. Me acuerdo bien: fue un 2 de diciembre. Yo estaba triste porque no podía ir a mi pueblo para la navidad. Se lo había prometido a mi jefecita, pero a la mera hora no pude. Por más que le rogué al patrón, no me dio permiso. Para febrero ya estaba viviendo con Sofía, y para enero del otro año ya nos habíamos casado. Como en Phoenix hay muchos mexicanos, me hice de amigos. Me daban ‘carrilla’, diciéndome que por poco y había boda y bautizo”. Tomás y Sofía la pasaban bien, sufrían la nostalgia por la familia lejana y la tierra añorada, pero económicamente estaban mejor que en el pueblo del norte de Guerrero que Tomás había dejado cuatro años atrás. Recuerda: “Mandábamos unos dolaritos. Tuvimos mucha suerte, nunca perdimos los trabajos pero lo malo fue que no teníamos papeles y hasta hoy no tenemos”. Pero luego todo se descompuso. Aclara: “Para qué te cuento, casi todos los días sale en la tele y los periódicos. Los migrantes tenemos miedo de que nos arresten, vemos las patrullas del sheriff y nos escondemos. No todos los ‘cherifes’ son malos, pero hay anglos que no nos quieren y nos dicen: ¡vete a tu país! Muchos ‘compas’ perdieron el trabajo, y los que tienen papeles tampoco están a gusto. Dondequiera te paran los patrulleros para que te identifiques y checarte en las computadoras de las patrullas”. La frialdad del whatshapp calienta el relato de Tomás que resume: “¿Sabes qué? Queremos regresar, pero hasta acá nos llegan las noticias de cómo sigue la inseguridad en Morelos. Mi esposa y yo quisiéramos irnos del ‘Gabacho?, pero mejor nos quedamos. El frío se puede aguantar, pero el hambre no”. Tomás y Sofía no son los únicos morelenses que sufren en Estados Unidos. Hace tiempo que sólo en Arizona la Dirección de Atención a Migrantes y Grupos Vulnerables de Morelos reportó unos tres mil, pero ya eran muchos más. No hay registros de todos, pero sí relatos tristes de hombres y mujeres morelenses que buscaron el sueño americano y lo que hallaron fue la pesadilla de la muerte. Como éste: La falta de oportunidades para colocarse en un empleo en Cuautla, mandó al desierto de Arizona a José Maldonado. El día que salió de su casa, su esposa Rocío no se imaginó que no lo volvería a ver con vida. Murió cinco días después, abandonado por sus compañeros que no pudieron seguir cargándolo deshidratado, picado en la travesía por una víbora de cascabel. Ayer que me escribió Delfino por whathsaap, lamentó: “La inseguridad y la pobreza nos corrieron de nuestra tierra. Estábamos pensando en regresar a México para la navidad, pero allá está fuerte el covid”… (Me leen después).
Por: José Manuel Pérez Durán jmperezduran@hotmail.com
