La democracia es, en teoría, el sistema más justo que la humanidad ha podido construir para gobernarse. Permite que los ciudadanos elijan, a través del voto, a las personas que dirigirán los destinos del país, del estado o del municipio. Sin embargo, en la práctica cotidiana, esa noble idea se enfrenta a un problema estructural que, con el paso del tiempo, ha ido vaciando de contenido al propio concepto democrático, ya que los ciudadanos eligen a las cabezas visibles, pero el poder real suele estar en manos de quienes no fueron electos, los llamados funcionarios detrás del trono. El proceso democrático permite que un gobernador, un presidente municipal o un diputado obtengan legitimidad mediante el voto popular.

No obstante, una vez que llegan al poder, el ejercicio del gobierno depende de una estructura burocrática compuesta por secretarios, directores, asesores, coordinadores y técnicos que no fueron elegidos por la gente, sino designados por afinidades políticas, lealtades personales o, en algunos casos, por compromisos de campaña. Este fenómeno no es nuevo, pero sí cada vez más preocupante. En la práctica, muchos de esos funcionarios son quienes realmente deciden cómo se aplican las políticas públicas, cómo se distribuyen los recursos y a quién benefician los programas. Mientras tanto, el funcionario electo —aquel que debería rendir cuentas directamente al pueblo— se convierte en una figura que anuncia decisiones que otros ya tomaron entre oficinas, convenios y acuerdos de pasillo. En los municipios de Morelos, por ejemplo, es común que los ciudadanos reclamen al presidente municipal por obras inconclusas, trámites estancados o permisos mal otorgados.

Sin embargo, en la mayoría de los casos, la decisión no pasó por el edil, sino por algún director de área o encargado de despacho. Estos funcionarios suelen tener más poder del que aparentan, y su continuidad no depende de la voluntad ciudadana sino de su habilidad para mantenerse cerca del poder. Esto ha creado una especie de “Estado dentro del Estado”, una estructura paralela que maneja presupuestos, autoriza contratos, manipula información y, en muchos casos, decide qué proyectos avanzan y cuáles se quedan archivados.

Lo más preocupante es que este poder burocrático no tiene rostro público ni enfrenta las urnas. Y aunque la democracia mexicana presume de ser representativa, gran parte del aparato que ejecuta las decisiones públicas no representa a nadie más que a sí mismo o a los intereses de un grupo reducido. En Morelos, donde la ciudadanía ha mostrado una creciente desconfianza hacia sus instituciones, esta situación ha erosionado aún más la legitimidad del sistema. Casos recientes de corrupción, desvío de recursos o abuso de autoridad no suelen tener como protagonistas a los funcionarios electos, sino a sus operadores. Son estos quienes deciden qué se contrata, a quién se le paga, qué expediente se acelera o se archiva, y hasta qué información llega al despacho del presidente o del gobernador.

La consecuencia de este sistema es devastadora para la democracia. Cuando el ciudadano percibe que su voto no cambia la forma en que se gobierna, se debilita el sentido mismo de participar. ¿De qué sirve votar si, al final, quienes realmente mandan son los mismos funcionarios que han estado en diferentes administraciones, sirviendo a distintos partidos con la misma indiferencia hacia el pueblo? En Morelos, este círculo vicioso se alimenta de una burocracia poco profesionalizada y, en muchos casos, heredada de gobiernos anteriores. Cambian los colores de los partidos, pero permanecen los mismos nombres en las direcciones clave. La permanencia de ciertos grupos de poder en áreas estratégicas —como la gubernatura, las secretarías del propio gobierno, obras públicas, finanzas, desarrollo urbano o protección civil— crea un ecosistema donde la rendición de cuentas se diluye y la corrupción encuentra terreno fértil. Los efectos se sienten en todos los niveles con permisos irregulares, proyectos fantasmas, desvíos en programas sociales, favoritismos en la contratación de proveedores, y decisiones tomadas sin justificación técnica.

Mientras tanto, los funcionarios electos repiten un discurso de transparencia y cambio que difícilmente se materializa. Hay que replantear la democracia desde la base y, para rescatar el sentido real de la democracia, no basta con acudir a las urnas cada tres o seis años. Es urgente fortalecer los mecanismos de vigilancia ciudadana y exigir transparencia no sólo a los gobernantes electos, sino también a toda la estructura administrativa que ejecuta sus decisiones. Una verdadera democracia debe incluir un servicio público profesional, con funcionarios que lleguen a sus cargos por mérito y no por recomendación. Debe garantizar que la información sobre gastos, contratos y decisiones administrativas sea pública y comprensible. Y, sobre todo, debe ofrecer herramientas para que el ciudadano pueda cuestionar y sancionar, no sólo al político que promete, sino al burócrata que incumple. El reto en Morelos es monumental, pero inevitable. La democracia no puede seguir reduciéndose a un ritual electoral; debe convertirse en un ejercicio cotidiano de vigilancia y participación. Si la ciudadanía no exige cuentas a quienes están detrás del trono, el poder seguirá en manos de los mismos, y el voto se volverá una ceremonia vacía.

En Morelos —y en México entero— el verdadero enemigo de la democracia no es la falta de elecciones, sino la falta de control sobre los que, sin haber sido elegidos, gobiernan en la sombra. ¿No cree usted? El próximo día 18 dará inicio la temporada de ópera desde el Met de New York en directo y con alta definición con la opera “LA SONÁMBULA”, de Bellini, en el Centro Cultural Teopanzolco, a las 12 del día. Invita Amigos de la Música A.C., lo que es garantía de calidad musical; no se la pierda.

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