Thomas Midgley Jr. (1889-1944) fue un ingeniero y químico estadounidense que en su tiempo fue considerado un genio de la innovación, pero que hoy es recordado como uno de los personajes más dañinos para el medioambiente. Sus dos grandes aportaciones a la industria marcaron el rumbo del siglo XX: la gasolina con plomo y los clorofluorocarbonos (CFCs), avances que en su momento fueron celebrados como logros técnicos, pero que más tarde se convirtieron en auténticas catástrofes globales.
En 1921, mientras trabajaba para General Motors, Midgley descubrió que el tetraetilo de plomo (TEL) eliminaba el golpeteo en los motores de combustión. El aditivo fue presentado como una solución milagrosa y pronto se popularizó en todo el mundo. Sin embargo, pese a que ya se conocían los efectos tóxicos del plomo, la industria negó los riesgos y defendió su seguridad. La realidad fue que millones de toneladas de plomo se liberaron en la atmósfera durante décadas, provocando daños irreversibles a la salud, sobre todo en niños, y contaminando suelos y aguas a escala planetaria. No fue sino hasta 2021, cuando Argelia prohibió finalmente la gasolina con plomo, que se dio por cerrado un capítulo considerado uno de los mayores desastres de salud pública de la historia.
Pero Midgley no solo dejó esa herencia. En la década de 1930 participó en el desarrollo de los clorofluorocarbonos, compuestos como el famoso Freon-12, que revolucionaron la refrigeración y los aires acondicionados. Fueron considerados una alternativa segura, no inflamable ni tóxica. Décadas después, se descubrió que destruían la capa de ozono y que además tenían un enorme poder como gases de efecto invernadero. Su impacto ambiental fue tan grave que el mundo se vio obligado a prohibirlos bajo el Protocolo de Montreal de 1987.
La vida de Midgley tuvo un final tan trágico como irónico. Tras enfermar de polio y quedar parcialmente paralizado, inventó un sistema de cuerdas y poleas para poder levantarse de la cama. En 1944 murió estrangulado por su propio mecanismo. Su muerte se ha interpretado como una metáfora de su carrera: un hombre víctima de sus propios inventos.
Durante su vida fue premiado y aplaudido como un innovador. Sin embargo, con el tiempo su figura se transformó en símbolo de la ciencia sin responsabilidad ética. El historiador John McNeill llegó a afirmar que ningún otro ser humano ha tenido un impacto tan devastador sobre la atmósfera como Midgley. Su historia es hoy una advertencia: los avances tecnológicos pueden convertirse en amenazas globales si se desarrollan sin prever sus consecuencias.
