En México, poco se dice de los sacrificios humanos que las civilizaciones olmecas, teotihuacanas, mayas y aztecas ofrecían a sus dioses, y no era privativo, en toda la América ocurría. Había sucedido también en China, en la Europa Central con los celtas, con los cartagineses en el mediterráneo, y en las culturas hawaianas. Con los incas; la otra gran cultura americana, Garcilaso de la Vega en su libro “Comentarios reales de los Incas” narra que “desde las más antiguas civilizaciones anteriores -como la mochica- y hasta los incas, tenían por dioses a montes altos o grandes peñas que tenían por animales vivos, y a animales por su fiereza –que, si acaso se topaban con ellos, no huían, se echaban en el suelo los adoraban y se dejaban matar y comer- y a las víboras por su monstruosidad entre otros. Al Búho, pero sobre todos al cúntur –cóndor- del que se preciaban descender, y era conexión entre el cielo y la tierra, ave, a la que ofrecían sacrificios humanos y daban como alimento”. 

-De ahí que he fundamentado oficialmente -entre otras razones, autores y pruebas- que en apego a la cosmovisión inca, el establecer Machupicchu en ese difícil lugar, se debe a sus adyacentes cerros con forma y perfil de cóndor con las alas abiertas en posición de resguardar el sitio, ambos –cerros y cóndor- preexistían divinizados por esa cultura. Algo similar sucedió en México con la fundación la Gran Ciudad en el difícil sitio donde se encontró la emblemática águila que para los aztecas representa al sol y domina el cielo- 

Garcilaso, hijo de una princesa inca y de un conquistador español, nació en Cusco en 1539, a solo siete años de la conquista del Perú -11 años después de la de México- a los 21 dejó para siempre su tierra natal, llevando copiosas notas que escuchó de todos los miembros de su familia, de sus visitas a pueblos indígenas y de sus investigaciones. Al final de sus días, a los 69 años en Córdoba España, publicó la primera parte de su libro recordando su tierra natal y sus antiguas glorias, lo hizo hasta su muerte en 1616. 

Los sacrificios a los dioses incas eran crueles y bárbaros, sacrificaban hombres y mujeres de todas edades que apresaban en las guerras y también a sus propios hijos “en tales o cuales necesidades”, a los que, vivos les abrían los pechos y sacaban el corazón con los pulmones, y con la sangre antes de enfriarse rociaban al ídolo y quemaban sus órganos hasta consumirse, y comían al sacrificado con grandísimo gusto y sabor, fiesta y regocijo aunque fuese su propio hijo.

-Entre las varias tribus de origen azteca se organizaban Guerras Floridas donde no se mataban, eran de común acuerdo solo para apresar contarios y ofrecerlos en sacrificios o hacerlos esclavos- 

Y continúa el cronista Garcilaso; “otros indios hubo no tan crueles en sus sacrificios, que aunque en ellos mezclaban sangre humana no era con muerte, sino sacada por sangría de bazos y piernas y para los más solemnes la sacaban del nacimiento de las narices y de la junta de las cejas y esta sangría fue ordinaria entre los indios del Perú hasta después de los Incas, y esto baste para tener una idea de los sacrificios de aquellas antiguas regiones”. 

 -En cambio el padre Blas Valera -1545-1597- cronista, historiador y lingüista, y uno de los primeros mestizos de la Compañía de Jesús en el Perú, narra que; “Los que viven en los Andes comen carne humana, son más fieros que tigres, no tienen ni dios ni ley, ni sabían que cosa es virtud, tampoco tienen ídolos, adoran al demonio que se representa en alguna serpiente que les habla. Si en la guerra apresan algún plebeyo, lo hacen cuartos y se los dan a sus amigos y criados para que se los coman o los vendan en la carnicería. Pero si el apresado fuera un hombre noble, se juntan los principales con sus mujeres e hijos, y como ministros del diablo, le desnudan. Y, vivo lo atan a un palo, Y con cuchillos y navajas de pedernal le cortan a pedazos, no desmembrándole sino quitándole la carne de las partes donde hay más cantidad de ella; de las pantorrillas, muslos y asentaderas y molledos de los brazos y con la sangre se rocían los varones, las mujeres e hijos. Y entre todos comen la carne muy aprisa, sin dejarla bien cocer y asar ni aun mascar, tragándosela a bocados, de manera que el pobre apresado se ve, vivo, comido de otros, y enterrado en sus vientres. Las mujeres, más crueles que los varones, untan los pezones de sus pechos con la sangre del desdichado para que sus hijuelos la mamen y beban en la leche. Todo esto lo hacen no como sacrificio, sino con gran regocijo y alegría, hasta que el hombre acaba de morir. Una vez muerto, acaban de comer  sus carnes con todo lo de adentro, ya no como fiesta ni deleite, sino por cosas de grandísima deidad, con grandísima veneración y así las comen ya por cosa sagrada. Si al tiempo que atormentaban el sacrificado hizo alguna señal de sentimiento con el rostro o con el cuerpo, o dio algún gemido o suspiro,  hacen pedazos sus huesos, y con mucho menosprecio los tiran en el campo o en el rio. Pero si en los tormentos se mostró fuerte, constante y feroz, secan sus huesos con sus nervios al sol y los ponen en lo alto de los cerros y los tienen y adoran por dioses y les ofrecen sacrificios. Estos son los ídolos de aquellas fieras a las que no llegó el Imperio de los incas y antes de la llegada de los españoles. Esa generación de hombres tan terribles y crueles -dice Blas  Valera- salió de la región mexicana y pobló la de Panamá y la del Darién -más al sur- y todas aquellas grandes montañas que van hasta el Nuevo Reino Granada” ubicado en todo el norte de Sudamérica. 

Y en efecto el imperio azteca llego hasta Nicaragua -Nican-Anahuac, hasta aquí el Anáhuac- por la costa del Pacifico, donde sus poblaciones conservan nombres nahuas y con probadas influencias más al sur. 

P. D. Hasta el otro sábado

Por: Carlos Lavín Figueroa / carlos_lavin_mx@yahoo.com.mx

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