Hasta la primera mitad del pasado siglo, gritaba por todas las calles un hombre provisto de un cajón de madera con una pieza metálica en lo alto que le servía para hacer su trabajo, era el zapatero remendón, las amas de casa sacaban los zapatos viejos que todavía “aguantaban” un arreglo, y algo parecido sucedía también con los paraguas que antes como ahora igual se estropeaban y el paragüero era el único especialista capaz de componerlo y había que esperar a que pasara un día aquel hombre para que lo arreglara porque no había otro de repuesto. Lo mismo era con el persianero. Pero los tiempos cambian, y ahora, ni voces por las calles, ni zapatero, ni paragüero, ni persianero. Se descompone el paraguas, se tira y se compra otro. Se fue el barquillero aquel que hacía sonar su triangulo de percusión con su bote colgado al hombro y tapa ruleta a modo de ruleta, a la que por una moneda le dabas vuelta y marcaba la cantidad de barquillos y palitos de harina y miel que “ganabas”, se ha perdido un oficio en cada pueblo; útil y provechoso, y sobre todo sencillo y con él otros muchos como el del lechero de a caballo que medía y despachaba leche bronca a puerta de casa, que dejándola reposar se obtenía la mejor crema o ya hervida las deliciosas natas, igual llegaban los quesos, requesón y mantequilla envueltos en totomoxtle, -hojas secas de maíz –se pierde el panadero que con su gran canasto puesto como sombrero y base de tijera al hombro llevaba por las tardes el bolillo caliente hecho en horno de leña que bien sabía, las chilindrinas, corbatas, conchas que con aquellas natas eran una delicia; se fue el pastor que en temporada navideña traía cabritos, lechones y guajolotes vivos, también se fue el vendedor de aceite de olivas artesanal, aceitunas negras y verdes traídas del vecino Estado de México… ahora todo se compra en el súper. Desapareció el marchante que gritaba roopa usada que vendaaaa. El tiempo se llevó oficios añejos, como al aguador; al hojalatero soldador, porque ahora ya nadie tiene tinas, tinajas ni embudos ni otros utensilios de lámina galvanizada, porque se compran de plástico y más baratos; se fue el “tlachiquero” que elaboraba y vendía pulque y aguamiel en botijas de piel de cabra, queda uno en Cuernavaca, que una vez a la semana llega a pie con su rocín cargado.

Más antes se perdió la profesión de “sereno”, vigilante de barrios con su lámpara de petróleo en mano y silbato que no agarraba pero si hacia huir a los trasnochados malintencionados, y también se fue el leñador que con sus cargas en lo alto de la burra vendía manojos de leña y ocote cuando no había gas en las viviendas, lo mismo que el carbonero con su cargamento en costales de yute. Casi desaparece el organillero que a medio siglo pasado todavía lo acompañaba un mono cilindrero encargado de recolectar las monedas; y volaron los pajaritos de la suerte, era una vida enmarcada en lo romántico, sin prisas, sin estrés. 

Se perdió el “recadero de palabra” o en papel por si no se confiaba en su memoria o en sobre cerrado por si era algo confidencial, quien por unas monedas, un obsequio pero más que nada por hacer un servicio, llevaba y traía recados de una casa a otra, de un pueblo a otro. En los pueblos todavía se pueden ver algunos de estos oficios, pero la modernidad los liquida, en las ciudades aún sobreviven en la calle los tejedores de palma y ratán porque ahora son un lujo. 

Mucho antes se fue: el barbero que hacia curaciones y era hasta dentista, en el mismo viaje se fueron las rezadoras y las plañideras a sueldo que “destrozadas” y a punto de desmayarse se echaban a llorar en los velorios y al pie de las tumbas. Se fueron para siempre el sombrerero y con él la su elegancia, hoy hay gorras que se venden ya deshilachadas; y el talabartero, ya que al cuero hace tiempo lo sustituyó el poliéster. 

Ya no hay lebrillos de blanco esmalte porque la gente no mata gallinas ni hace longaniza ni chorizos en su casa como antiguamente. No hay cazos de cobre porque la gente de ahora no elabora mermelada, ni cajeta, ni chongos ni ate ni guayabate con sus hijos observando alrededor, los compra ya hechos, hoy los cazos de cobre son adorno. Ya no hay cántaros para el agua, ni filtros de los que goteaba agua fresca y cristalina que caía en una olla, sabía a jarro, ahora la gente tiene refrigeradores que enfrían el agua de beber, eran filtros adaptados con los moldes de barro, llamados “formas”, que en su origen servían como moldes en las haciendas de Morelos para elaborar grandes bloques de azúcar llamados “pilones”, de ahí surgió “y mi pilón”, y el tendero cortaba un pequeño trozo de esa gran pieza de azúcar sin refinar que regalaba a sus clientes, pieza que en tamaño muy menor se conoce como piloncillo. Las ollas y cazuelas de barro se extinguen porque la gente, si hace comida, prefiere hacerla en la olla exprés aunque no tenga el mismo gusto que le da el fuego lento, cuando las cocinas con sus tlecuiles eran el centro de reunión familiar. 

Con estos costumbrismos se fueron épocas más felices y románticas que en cada pueblo eran parte de su identidad. 

¡Hasta la próxima!

Por: Carlos Lavín Figueroa / carlos_lavin_mx@yahoo.com.mx

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