En el año 897 d.C., Roma fue escenario de uno de los eventos más macabros de la historia eclesiástica: el llamado Sínodo Cadavérico (Synodus Horrenda). En un acto sin precedentes, el papa Esteban VI ordenó desenterrar el cuerpo de su antecesor, el papa Formoso, para someterlo a un juicio post mortem.
Formoso había fallecido nueve meses antes, pero su memoria seguía dividiendo a la Iglesia. Durante su vida, se vio envuelto en conflictos políticos con el imperio carolingio y con diversas facciones romanas. Su elección al papado, así como las decisiones que tomó en vida, habían ganado tantos aliados como enemigos.
Con el cadáver ya en avanzado estado de descomposición, vestido con vestiduras papales y sentado en un trono dentro de la Basílica de San Juan de Letrán, se llevó a cabo el juicio. Un diácono fue designado para hablar en nombre del difunto, mientras Esteban VI lo acusaba de haber usurpado el pontificado, de violar cánones eclesiásticos y de trasladarse de una diócesis a otra, algo prohibido por las leyes de la Iglesia de la época.
El tribunal, compuesto por obispos leales al papa Esteban, declaró culpable al cadáver. Como castigo simbólico, se le despojó de sus vestiduras sagradas, se le amputaron los tres dedos de la mano derecha con los que daba bendiciones, y su cuerpo fue arrojado al río Tíber.
El escándalo del Sínodo Cadavérico causó una gran indignación en Roma. El pueblo, horrorizado por la humillación pública de un difunto, se rebeló. Poco después, Esteban VI fue depuesto, encarcelado y estrangulado en su celda.
El suceso no solo manchó la imagen del papado, sino que también reflejó el profundo caos político y religioso que vivía la Iglesia en el llamado siglo oscuro.
