Crecí en lo que fue el antiguo barrio de Santo Cristo, en la calle de Francisco Leyva, al sur del centro de la ciudad y que fue hace muchos años área de grandes huertas con frondosos árboles frutales.
Para finales de los años sesenta esas huertas se habían convertido, en su mayoría, en lujosas casas de fin de semana con albercas y grandes jardines, habitadas principalmente por sus vigilantes, aunque también había algunas viejas vecindades.
Para los chamacos que vivíamos allí la llegada de la época navideña representaba un tiempo de convivencia, de aventuras y de diversión, pues nuestros vecinos de Francisco Bocanegra nos invitaban a las posadas que organizaban cerrando la calle al tránsito de vehículos, entre el Boulevard Juárez y Leyva.
Así que al llegar la tarde mi hermano y yo corríamos a la entrada de una vecindad cercana, en donde una señora ponía sobre una mesa diversos artículos para su venta, como : cajinicuiles, guayabas, dulces y diferentes tipos de petardos.
Con nuestros pocos ahorros nos abastecíamos de rollos de cohetes, palomas, chifladores, escupidores, busca-pies y las tradicionales luces de bengala.
Ya con nuestra preciada carga nos acercábamos temerosos a la calle de Bocanegra para encontrarnos con nuestros vecinos.
En esa calle vivían distinguidas familias cuernavecenses, como la del arquitecto Felipe Jardel, quien participó en muchas de las remodelaciones que tuvo la Plaza de Armas de Cuernavaca.
También vivía la familia Mújica, dueños de farmacias en Jojutla y don Romeo Herrera, propietario de la farmacia “El Tecolote” y de la Perfumería “Roma”.
Era con los hijos del Sr. Herrera, Romeo y Enrique con quien nos junábamos para hacer mil y un travesuras y verdaderas batallas con los cohetes que habíamos comprado, mientras esperábamos el comienzo de la posada.
Chamacos estense sosiegos! Era la expresión que utilizaban los mayores cuando ya los habíamos artado de tanta travesura.
Era una advertencia para que estuviéramos quietos, “soseguer” era aquietar, aplacar, pacificar y es una de las expresiones que han dejado de utilizarse.
Pero la tregua comenzaba cuando nos llamaban los mayores para iniciar la representación de la procesión de los santos peregrinos.
Nos repartían velas y hacíamos una larga fila que era encabezada por dos niños que cargaban un pequeño pesebre con la figura del niño Jesús.
Los adultos cantaban letanías incomprensibles y monótonas para nosotros.
Sólo respondíamos el “ora pro nobis”, que ahora se que significa “ora por nosotros” y que terminábamos deformándolo con el clásico “ora por donde”.
Posteriormente, al llegar a la casa de los anfitriones los asistentes se dividían en dos grupos, afuera los peregrinos cantando la letanía “En nombre del cielo pedimos posada…” y adentro respondían “Aquí no es mesón, sigan adelante” Al final abrían la puerta y todos cantaban: “Entren santos peregrinos, peregrinos…” y el “Echen confites y canelones, para los muchachos que son muy tragones”
El momento estelar de la noche llegaba al momento de romper las piñatas, en esa época eran ollas de barro (no de cartón como ahora) revestida de papel de china de múltiples colores y llenas de dulces y frutas.
A veces había algunas piñatas “tramposas” repletas de confeti o harina.
Se procedía al ritual de vendar los ojos y darle vueltas al niño o niña en turno, a fin de desorientarlos lo más posible, este comenzaba a dar golpes a diestra y siniestra mientras la chiquillada gritaba ¡a la izquierda!, ¡a la derecha! ¡abajo!, ¡arriba!.
Al momento de romperlas no faltaban los pisoteados, apachurrados y algún niño lloriqueando porque no había agarrado nada.
Después nos repartían los famosos aguinaldos (o colación) que eran bolsas con galletas de “animalitos”, cacahuates, caramelos muy duros, cañas, tejocotes, pequeñas jícamas y mandarinas o naranjas.
También nos daban ponche bien caliente servido en jarro de barro, el cual dejábamos por ahí ya que nos apresurábamos para reiniciar nuestros juegos con cohetes.
Las posadas eran momentos para convivir, para conocernos los vecinos y sus familias.
Eran momentos de unión.
Con el tiempo las posadas se fueron debilitando como forma de expresión popular y se convirtieron en simples fiestas para bailar y platicar.
Cada vez son menos las familias que realizan esta celebración que ayudaba a fortalecer lo que ahora se conoce como tejido social, desafortunadamente éste se encuentra muy deteriorado.
Sería buenos rescatar ese tipo de convivencia o de encontrar nuevas formas de coexistencia que nos permitan recuperar la tolerancia, la buena vecindad, la armonía y el entendimiento, entre otras muchas cosas.
Las posadas eran momentos de alegre convivencia, en donde los vecinos y sus familias se conocían y cooperaban.
Por: Valentín López G. / Aranda / valogoar@hotmail.com
