En los últimos años, el autismo ha dejado de ser un tema exclusivo del ámbito médico para abrirse paso en conversaciones cotidianas, aulas, empresas y familias. Sin embargo, aún existe un largo camino por recorrer para entender qué implica realmente vivir con esta condición, tanto para quienes la experimentan como para quienes los rodean.
El autismo, más allá de los estigmas o confusiones sociales, es una alteración del neurodesarrollo que se manifiesta desde edades muy tempranas. Y, contrario a lo que muchos piensan, no se trata de una enfermedad ni de un padecimiento pasajero. Es una condición de vida que, si bien no se “cura”, puede ser regulada con los apoyos adecuados, permitiendo una mejor adaptación al entorno y una calidad de vida significativamente mayor.
El autismo es diferente en cada persona. No hay “tipos” de autismo, como erróneamente se suele decir, sino niveles que indican el grado de apoyo que una persona necesita. Estos niveles van del 1 al 3, y cada uno tiene características particulares que vale la pena conocer para generar una sociedad más empática e incluyente.
En el nivel 1, el más funcional, las manifestaciones del autismo pueden pasar casi desapercibidas. Las personas tienen habilidades comunicativas adecuadas y no suelen presentar afectaciones notorias en su vida diaria. Sin embargo, eso no significa que no enfrenten retos. Pueden tener dificultades sutiles para interpretar códigos sociales o mantener relaciones interpersonales, pero logran adaptarse con mayor facilidad.
El nivel 2, comúnmente llamado “autismo leve”, se caracteriza por dificultades más evidentes, sobre todo en la interacción social. Las personas en este nivel pueden tener un lenguaje verbal desarrollado, pero batallan para sostener conversaciones recíprocas, leer emociones o establecer vínculos con fluidez. El contacto social puede resultar abrumador, lo que lleva, en ocasiones, al aislamiento.
En el nivel 3, el grado más severo, la situación se complica aún más. Hay una sensibilidad extrema a estímulos, la comunicación verbal es casi nula, no existe contacto visual y los comportamientos repetitivos son muy marcados. Las rutinas se vuelven fundamentales para mantener la estabilidad emocional. Un simple cambio en el orden habitual de las cosas puede generar una crisis, ya que las personas con este nivel de autismo presentan una flexibilidad mental muy limitada.
El diagnóstico temprano juega un papel crucial. A partir de los dos años ya es posible identificar señales importantes: niños que no responden al ser llamados, que no hacen contacto visual o que muestran patrones de juego estereotipados, como alinear objetos en lugar de utilizarlos con una función simbólica. Estas conductas no deben pasar desapercibidas. Observar, comprender y acudir con especialistas es el primer paso para brindar el acompañamiento necesario.
Un dato poco conocido, pero sumamente relevante, es que muchas personas con autismo carecen de la enzima DPP4, encargada de digerir el gluten. Esta deficiencia puede provocar inflamación cerebral al consumir productos con esta proteína, alterando la conducta del paciente y desencadenando reacciones intensas. Este aspecto subraya la importancia de un enfoque integral en el tratamiento, que considere tanto lo neurológico como lo nutricional.
Es fundamental que las familias comiencen a capacitarse y prepararse desde el momento en que se detectan los primeros signos. Con el acompañamiento adecuado, se pueden establecer rutinas de adaptación que no solo previenen crisis, sino que permiten a las personas con autismo desenvolverse con mayor seguridad y bienestar en su entorno.
Más allá de los términos clínicos o las cifras estadísticas, el autismo nos invita a abrir la mirada. No se trata de “normalizar” la condición, sino de entender que hay diferentes formas de ser, de sentir, de pensar y de habitar el mundo. Y todas ellas tienen valor.
Como sociedad, tenemos la tarea urgente de informarnos, sensibilizarnos y actuar. Desde la familia hasta las instituciones educativas, laborales y gubernamentales, todos podemos contribuir a construir espacios donde la diferencia no se margine, sino que se respete y se celebre.
La inclusión comienza con el conocimiento, pero se concreta en la acción. Escuchar, observar y comprender puede cambiar no solo la vida de una persona con autismo, sino también la de toda una comunidad.
Nos leemos en la próxima columna.
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