Entre los sismos del 7 y el 19 de septiembre 2017 sólo mediaron doce días, el primero con epicentro en Pijijiapan, Chiapas, y el segundo en Axochiapan, Morelos.

La mañana del 18 los epicentros de dos temblores fueron en Oaxaca.

También en septiembre, en 2014 se había registrado uno por la mañana, tuvo una magnitud de 3.5 grados, ocurrió a las 7.12 y el epicentro a 23 kilómetros al oeste de Pinotepa Nacional.

Estos días la naturaleza nos recuerda el gran temblor de hace treinta y cinco años, el jueves 19 de septiembre de 1985. Las cifras oficiales de entonces dejaron el saldo en seis o siete mil muertos y desaparecidos, pero al paso de los años los reportes llegaron a la cantidad de diez mil fallecimientos.

Las personas rescatadas con vida de los escombros fueron aproximadamente cuatro mil.

El número de estructuras destruidas totalmente fue de unas 30 mil y con daños parciales 68 mil.

Entre los edificios más emblemáticos derrumbados o parcialmente destruidos durante el sismo estuvieron el Hospital General de México, la unidad de ginecología y la residencia médica que quedaron completamente destruidas; en ellas fallecieron 295 personas entre pacientes, residentes y personal médico; los módulos central y norte del edificio Nuevo León en el Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco, los edificios del Multifamiliar Juárez, Televicentro, los Televiteatros, una de las Torres del Conjunto Pino Suárez de más de veinte pisos que albergaba oficinas del gobierno.

El Hotel Regis, uno de los más emblemáticos de la Ciudad de México, se desplomó durante el terremoto y fue demolido totalmente en noviembre de ese año…

El del martes 19 de septiembre de 2017 llegó sin previo aviso porque en Cuernavaca no hay alerta sísmica.

Quedito por dos o tres segundos, y enseguida fuerte, fortísimo como jamás habíamos sentido uno en Cuernavaca.

Sentado a la computadora, no terminé de escribir el Atril para la edición del miércoles 20.

Tras la sensación de que algo se movía y una especie de mareo, la deducción de la experiencia: ¡está temblando! Escucho el grito de mi mujer: ¡está temblando! Corremos hacia la salida de la casa.

Maula, nuestra gata de tres colores, pasa por entre los muebles corriendo frenética, huyendo de lo que desconoce pero que claramente percibe como un peligro.

Permanecerá el resto del día refugiada debajo de mi cama, y no saldrá ni para comer hasta entrada la noche.

Incapaces de mantenernos de pie, intentamos ponernos de rodillas, pero los brincos de la tierra acaban recostándonos de lado en el piso del estacionamiento.

Veo que se mueven los coches, como si hombres invisibles los zarandearan asiéndolos de las cuatro llantas.

Se zangolotean las casas del condominio como en una danza macabra de sube y baja, todas, la mía y las demás.

El temblor dura segundos que se hacen eternos. Al ratito termina como empezó, leve, mucho menos intenso. ¿Ya acabó? Parece que sí. Nos reincorporamos y entramos a la casa. Tango, nuestro bóxer de dos años, nos mira interrogante desde la terraza del jardín con sus ojos saltones. ¿Qué pasó? Pues un temblor. Y un torbellino que tiró fotos, platos, copas, botellas, floreros, libros, revistas; que volteó de cabeza la despensa y abrió cajones de muebles.

En esos momentos los morelenses pensamos que nada peor nos podría suceder.

Ni idea teníamos que había una enfermedad llamada cólera virus y llegaría con el arranque del segundo trimestre de 2020.

Hoy, cuando sentimos que cada día que pasa acerca la solución de la vacuna, pensamos que pronto la pandemia quedará como los recuerdos amargos de los temblores de septiembre.

Lo dijo bien Antonio Villalobos: “Esto me hace recordar las historias vividas y lo frágiles que somos, pero también valorar nuestra fortaleza y resistencia cuando trabajamos unidos”… (Me leen después).

Por José Manuel Pérez Durán / jmperezduran@hotmail.com

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