De pronto, la llanta derecha del coche choca contra algo que el conductor no logra ver bien pero le parece un pedazo de riel que sale del piso y brilla en la oscuridad de la noche. ¡Pack! El golpe ha sido brutal, y la duda seguirá pues por seguridad decide que no debe parar. De hecho, pocos automovilistas lo hacen. A partir de las diez la mayoría maneja rápido, mirando a los lados, pasándose el rojo de los semáforos, espejeando atrás, alertas ante cualquier sospechoso. Teme: ¿se rompió la suspensión? Repararla le costará un ojo de la cara, no fue su culpa pero, ya que el gobierno no le reembolsará el gasto de la compostura, mientras tanto se conformará mentando madres aunque no gane nada. Apenas lo ve, para junto al foco del portón de una casa particular; aprovecha porque sabe que en toda la avenida no hay alumbrado público. Revisa el neumático, sacude el carro, se agacha, busca con la lámpara de pilas algo que esté roto pero por fortuna todo parece estar bien. Menos mal. Llega al inicio de la calle donde vive y ahí también el alumbrado artificial brilla por su ausencia. Recuerda que la única luminaria que funcionaba se fundió hace más de dos años, lo tiene presente porque le compraba al tamalero que se apostaba bajo el claro de luz que reflejaba la lámpara al pie del poste. Avanza cuidadoso, mirando por los espejos laterales y el retrovisor, temiendo que le salga un delincuente en taxi o en motocicleta. Sabe que llegado el caso no le quitarían mucho: hace tiempo que casi no carga efectivo, cincuenta o cien pesos en la cartera, un montoncito de monedas en la consola del coche, la tarjeta de débito para la gasolina y algún otro gasto. La inseguridad lo volvió precavido. A la mañana siguiente le echa otro vistazo al carro, comprueba que no tiene nada que parezca anormal y respira aliviado pensando que “se ahorró” varios miles de pesos por la reparación que no pagará. Conducir a su trabajo le lleva media hora, treinta topes y doscientos baches. Lo sabe porque los ha contado, acostumbrado a manejar echándole un ojo al gato y otro al garabato. Esquiva un hoyanco, pero son tantos y están tan juntos que no puede evitar caer en otro. Pasa despacio los topes, pero algunos resultan tan altos que raspan la panza del auto. Cruje la suspensión del coche y él aprieta los dientes. Pero para dentadura la del policía de vialidad que lo ve pasar. Piensa: “no soy cliente, sus clientes son los que manejan camiones y camionetas llevando carga”. En ese momento suena el celular, se orilla y sólo entonces contesta. Vaya a ser que el agente de tránsito lo vea telefoneando mientras volantea y se la aplique. Observa a hombres y mujeres habituados a manejar entre baches y topes, sorteando a los peatones que cruzan la avenida, imprudentes, distraídos, con la mirada perdida, usando para hablar o mensajear los celulares como si nadie hubiera más que ellos, las calles fueran sólo para caminar y no hubiera automóviles. Razona que los de Cuernavaca sabemos manejar coches estándar y sonríe cuando ve a un sujeto sudando la gota gorda, seguramente chilango porque frena en la subida empinada y al reiniciar la marcha el auto se le va para atrás una y otra vez. Transcurren las horas. Por la noche que está nuevamente en casa se alegra porque ha sobrevivido a la inseguridad… y ha pasado otro día sin que le peguen el Covid… (Me leen después).

Por JOSÉ MANUEL PÉREZ DURÁN / jmperezduran@hotmail.com

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