Nadie, o casi nadie, recuerda la fecha de la consumación de la lucha de Independencia. Se supone que por registrarse en el mes de las Fiestas Patrias debería celebrarse cuando menos con una ceremonia cívica, pero no es así. Tal “no celebración” sólo ocupa, u ocupaba, una fecha en las efemérides de la Historia Patria, mencionada de pasada en los libros de historia escolares. Quizá la explicación se encuentre en las “historias no oficiales” de la gesta de Independencia.

Por otra parte, del pasado remoto y del presente vivo las víctimas de los poderes de facto, de los instituidos y de los sistemas injustos, integran la cuenta de quienes lo arriesgan todo. A los recordatorios fúnebres de septiembre se suman las fechas del 26 y 27 de septiembre de 2014. Los muchachos normalistas de Ayotzinapa fueron víctimas de un sistema descompuesto, parte de una larga lista negra de ignominias del poder que también nutre la historia de México.

El miércoles 27 será el 200 aniversario de la conclusión “oficial” de las hostilidades entre las tropas realistas (de la realeza española) y el ejército de los liberales. Desde febrero de 1821 los caudillos de sendos bandos, Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero, a solicitud del primero decidieron aliarse, lo cual concretaron un 21 de febrero. El 24, Iturbide dio a conocer el Plan de Iguala y el nacimiento del Ejército y la Bandera de las Tres Garantías. Aquí terminó la guerra entre independentistas y monárquicos, pero siguió una serie de “grillas”, broncas, rencillas y pleitos que en muchos casos costaron la vida a los protagonistas de la llamada consumación.

Para develar el porqué de ese ninguneo hay que considerar algunos pormenores que en el caudal de información histórica casi pasan desapercibidos. Solamente especialistas en historiografía lo tienen en mente, como parte de las causas profundas de aquellos hechos.

Por ejemplo, lo que ahora conocemos como Guerra de Independencia en realidad fue la rebelión de los criollos, es decir, de los hijos de españoles nacidos en México, con apoyo de los mestizos, porque las dos clases no podían subir en la escala social. Los altos cargos en el clero, la burocracia y el ejército estaban reservados a los españoles “de la Madre Patria”, así que después de 300 años aquéllos se hartaron de tamaña discriminación.

Luego del episodio de Acatempan e Iguala, en febrero de 1821 y durante poco más de seis meses, el Ejército Trigarante recorrió el virreinato promoviendo sus ideales. El nuevo ejército tuvo poca actividad: la toma de Oaxaca, el 20 de julio de 1821, y la última batalla, librada en el pueblo de Azcapotzalco contra los realistas que se escondían en la Ciudad de México.

Colmilludamente, Iturbide decidió que el ejército unificado hiciera su entrada a la ciudad capital el 27 de septiembre de 1821, justo el día en que cumplió 38 años. Habían pasado 11 años y 11 días de lucha desde que el criollo Miguel Hidalgo había dado “el grito” en Dolores, Hidalgo.

Una vez instalado en la capital de la ex Nueva España, Agustín Cosme Damián de Iturbide y Arámburu presidió la regencia del primer gobierno provisional mexicano. Tras mucho cabildeo y sobornos “a cuenta” de lo que pudiera genera el nuevo reino de México, en mayo de 1822 fue proclamado emperador con el nombre de Agustín Primero.

Pero poco le duró el gusto. En diciembre de 1822, Antonio López de Santa Anna proclamó el Plan de Veracruz, con el cual los antiguos insurgentes inconformes con el régimen imperial se levantaron en armas. El emperador decidió abdicar en marzo de 1823 y marchó a Europa. Durante su ausencia, el Congreso Mexicano que el mismo Agustín I instituyó, lo declaró traidor, fuera de la ley y “enemigo público del Estado, así como a todo aquel que le ayude a su regreso”.

Sin imaginar semejante resolución, Iturbide regresó a México en julio de 1824 para advertir al gobierno sobre una conspiración español a para reconquistar México. Pero apenas desembarcó en Tamaulipas, fue arrestado y ejecutado por un pelotón de fusilamiento.

En los diez meses que disfruto el título de Agustín Primero, Iturbide tuvo algunas mieles, incluso en medio de tantos enemigos y convulsiones. Una de ellas fueron los chiles en nogada. La versión más aceptada es que fueron las madres agustinas del Convento de Santa Mónica, de Puebla, quienes al saber que el Emperador estaría en la ciudad para celebrar su santo, el 28 de agosto de 1822, prepararon un platillo para recordar los colores de la bandera del Ejército Trigarante. En ese mes se cosechan las nueces de Castilla –ingrediente básico de la nogada– y las granadas, y junto con los chiles poblanos rellenos quedó confeccionando el famoso platillo para agasajar al Emperador… (Me leen mañana).

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