Juan salió de la Penitenciaría de Atlacomulco un lunes de septiembre, a mediados de los ochenta. El vientecillo de la mañana le lastimó el rostro, deshilachada la cachucha que le cubría la cabeza de su calvicie prematura. Nadie fue a recibirlo, pues a nadie tenía en Cuernavaca. Por un instante pensó regresar, desandar sus pasos y pedir que lo encerraran nuevamente. Pensó que al mediodía adentro del penal haría el calorcito que disfrutab los internos que andaban en short, no uniformados con pantalón y camisola de tono gris, como sucedía en otros penales de otras ciudades. Estuvo un largo rato parado en la banqueta, viendo pasar a tipos de traje y corbata entrando y saliendo de los juzgados ubicados en un costado del portón. Sonrió. Se acordó del chiste que decía que no hay crudo que no sea humilde ni pendejo sin portafolios. Pensaba qué hacer y, confundido, no acertaba a dónde dirigirse. Admitió que tenía miedo a lo desconocido, que luego de estar veinte años encerrado nada le parecía igual. Había mucha gente, y lo aturdieron los coches que sonaban estrepitosamente el claxon.
Lo aturdieron. Recordó: “Son más que antes. Si cruzo la calle me atropellan”. Solamente una vez salió a la calle, estaba enfermo y lo llevaron al Hospital Civil en la avenida Morelos. El traslado fue en una camioneta cerrada, sin ventanas, así que lo único que vio fue doctores y enfermeras, ni calles ni coches. Pero eso fue hace muchos años. Pegada la espalda a las fachadas de casas y edificios, y cruzando las calles corriendo, fue como por fin pudo llegar al centro de la ciudad. Todo había cambiado, o eso le parecía: los edificios, los comercios, la gente. Hacía tiempo que los billetes habían mudado de color, diseños y valores. “Yo llevaba uno de quinientos que un ‘compa’ me regaló cuando supo que iba a salir”. La calle de Atlacomulco, el puente de Amanalco, la cuesta de Salazar, el Palacio de Cortés, la Plaza de Armas y el Jardín Juárez lucían igual, pero a él no le parecían lo mismo. Los muchachos y las muchachas vestían de otro modo, y distinto también se le hicieron sus maneras de hablar. El vendedor de helados ya no estaba donde le compraba cuando niño, abajo de un Laurel de la India. Notó dos restaurantes que nunca antes vio, y se emocionó con los coches de modelos fantásticos que sólo había visto en las revistas que entraban de contrabando a la “Peni”. Todo le era desconocido; dos décadas prisionero le habían cambiado la visión de la vida y de las cosas. Acusado del delito de homicidio, se bebió la sentencia completita. Reflexionó: “Maté a ese cabrón en defensa propia, pero el Ministerio Público cambió los hechos, los puso al revés y el juez me metió veinte años. El difunto era guardaespaldas de un diputado. Después pude haber salido por buena conducta, pero no tuve dinero para el abogado”. Para su buena suerte, la terminal de los autobuses estaba donde mismo, pero Juan debió esperar a tener suficiente dinero para los gastos. Anduvo “canasteando” en el centro comercial Adolfo López Mateos, conseguía para comer y ahí mismo dormía, en el suelo, donde más, “hasta que junté para el pasaje y me fui a mi pueblo”. Antes, un domingo fue a despedirse de su amigo, el día de visitas en la vieja prisión de la calle Atlacomulco.
Le faltaba todavía cinco años para salir, así que le prometió volver a visitarlo, pero no pudo cumplirle y nunca lo volvió a ver. Juan no tenía esposa, ni hijos ni parientes cercanos. “Caí preso muy joven, apenas tenía diecinueve y no estaba casado. Tuve una pareja en la Peni, pero duró poco; salió libre y se olvidó de mí”. Veinte años después regresó a Cuernavaca y me contó esta historia. Casual el encuentro en un café del Zócalo, resumió: “Vine ‘ora sí que nomás de visita, pero me fallo. Mis ‘compas’ ya no están, murieron o ya estaban en libertad, y la cárcel donde estuve ya no existe. Dicen que hicieron una nueva. Voy a comprar unas cosas que necesito y de volada me retacho al pueblo. Puse un negocito de papelería, me casé, tengo dos hijos y mi esposa que me ayuda en el changarro. De ‘aquello’ ya me olvidé. Cometí un error. Maté en defensa propia, pero el juez no me creyó y la pagué muy caro”…
En realidad Juan no se llamaba Juan. Lo vi rehabilitado; ahora tenía una familia. Me dijo a manera de despedida: “¿Sabes qué? Nada hay como la libertad; la libertad es el mejor regalo de la vida. A mí la vida me dio la libertad una mañana de agosto y eso no lo olvido”…
En septiembre era costumbre que los gobernadores liberaran a presos bien portados que como Juan no tienen dinero para pagarse un abogado… (Me leen el lunes).
