De acuerdo al INEGI, en Morelos el 10.4 por ciento de la población tiene 65 años de edad o más, para el caso del comentario, unas 16 mil personas en el municipio de Jiutepec, entre las cuales se cuentan las y los propietarios de viviendas que se verán beneficiados con el cincuenta por ciento en el pago del impuesto predial. Hecho a ojo de buen cubero, el cálculo lo sustenta este dato del INEGI: en Morelos la población mayor de 65 años asciende a poco más de 194 mil 700 personas –el 10% del total– y la mayoría se hallan concentradas en los municipios de Cuernavaca, Jiutepec, Cuautla, Temixco y Emiliano Zapata. Aprobados los descuentos por el cabildo que encabeza Rafael Reyes Reyes, se fundamentan en la ley de ingresos que este viernes entrará en vigor. La quita de la mitad de la contribución abarcará también a madres solteras, jubilados y pensionados, y asimismo descuentos por pagos anticipados del 18% en noviembre, 16% en diciembre, 14% en enero y 12% en febrero. Anunciada la medida en Jiutepec, se trata de políticas sociales que deberían caracterizar a la totalidad de los gobiernos municipales así como al estatal, pero infortunadamente para docenas de miles de morelenses no es así… Esto, digamos con respeto en el mundo de los vivos, y para ir poniendo ambiente por los días de los difuntos, este cuento corto extraído del baúl atrilero: El nevero pasaba luego de la hora de la comida. Los perros de la cuadra reclamaban algo fresco, jadeantes, con la lengua de corbata correteaban a las perritas en celo, coronada la disputa con el espectáculo que escandalizaba a las viejas beatas y divertía a los chamacos precoces. Alto, corpulento, el hombre ‘ora sí que de las nievas cargaba sobre los hombros un bote de madera y calzaba botas mineras, toscas, de suela de llanta. Bromeaba: “marca Goodrich Euskadi, para morir iguales”. Su voz sonora y grave traspasaba los muros, se colaba a las casas, y el sólo pregón de “¡nieve de lechi!” nos hacía agua la boca. Por años lo escuchamos los chicos de la pandilla de la cuadra próxima a la plaza de toros que el paso de los años convertiría en todo un hotel de cinco estrellas. Estaban el típico niño gordo a quien dábamos carrilla (o sea, buling); el chavito fresa cuya compañía condicionábamos a que nos saludara a su hermana, la güerita de ojos verdes y mejillas arreboladas, y el niño fresa de pantaloncitos cortos y corbata de moño con la mamá más mocha del barrio que años después lo metería al seminario pero desertó porque su verdadera vocación no era ser sacerdote, sino padre de más de cuatro. Cierto día no oímos al nevero. Extrañamos su pregón, pero sobre todo la nieve de leche, dulce, cremosa, servida en cazuelitas crujientes de harina y canela, a veinte centavos con dos bolas y diez con una. Por la noche nos enteramos: el nevero estaba muerto. Comentamos tristes pero irreverentes: “estiró la pata”. Algunos fuimos al velorio con licencia de los papás, y se escaparon otros a los que no les dieron permiso. El nevero, de quien nunca supimos su nombre, yacía sobre la mesa de madera gruesa colocada en el medio de la única estancia que era a la vez sala, dormitorio y cocina. Tenía cerrados los ojos y la barba entrecana crecida de un día, vestía camisa blanca y el overol de mezclilla con el que siempre lo vimos. Asomadas las puntas gastadas, las botas de minero parecían esperarlo debajo la cama. Cuatro cirios enmarcaban el cuerpo, y en la entrada de la vivienda modestísima una canastita acumulaba las monedas tintineantes de plata cero-720 que depositaban los amigos del nevero para comprar el ataúd. No sin antes gorrear un cafecito “sin piquete”, los chavitos de la escuela primaria cercana al cuarto de vecindad donde había vivido el nevero nos retiramos por ahí de la medianoche. Se podía, estábamos de vacaciones y la levantada no era tempranera. Al otro día extrañamos al nevero gritón. Nos habíamos acostumbrado a su paso puntual y a sus ocurrencias hilarantes. Fue hasta una semana después que el chisme corrió por el barrio de calles empedradas y casas con cachos de cantera en las fachadas. Contaron que ya de madrugada la viuda y un compadre del difunto se quedaron solos, velando el cuerpo. Agotados por el cansancio, a punto de vencerlos el sueño, la viuda creyó ver que su marido abría los ojos. Pero no era su imaginación. De pronto, el nevero se incorporó, se sentó sobre la mesa, peló tamaños ojotes, observó las velas encendidas y al ver a su mujer y su compadre abrazados, aterrados, pensó que le ponían los cuernos. Soltó una retahíla de maldiciones y en seguida exigió su bote para empezar a hacer la nieve. No estaba muerto. “Fue un ataque de catalepsia”, diagnosticó el médico. Desde ese día en el barrio le pusimos “El Aparecido”, y cuando nos portábamos mal, las mamás nos decían que se nos iba a aparecer “El Aparecido”. Pero no conseguían asustarnos. La deliciosa nieve de lechi superaba nuestro miedo. ¡Hummm!... (Me leen mañana).
José Manuel Pérez Durán
