Y así fuéronse pasando los días y por las chanzas que disimuladamente hacíanse tras de mí, di a entender que mis amores con Zoraida ya eran hablillas entre la gente. Y aún algo debía saber don Gil Rodríguez, clérigo de estos lugares, bondadoso y agudo de entendederas aunque al pronto un punto malencarado, que la primera vez que con él topas parece estar deseando echarte penitencia. Y el dicho don Gil llegase una mañana a mi casa y empezó a parlar sobre le parra y las higueras y así como que no quiere la cosa siguió con las verdades de nuestra fe cristiana y las abominaciones de la falsa secta mahometana y sus seguidores. Y yo barrunté a lo que venía, aunque no lo hacía con derechura y contestele que al igual que hay cristianos malos lo mesmo puede haber musulmanes buenos. Y yendo ya al grano me dijo que qué escándalo estaba dando, yo, un caballero; que una aventura de juventud podía pasar, pero que ya iba siendo una aventura demasiado luenga. A lo que respondile yo que nuestro amor era puro y claro como el agua de la fuente que nos contemplaba todos los días. Y échase las manos a la cabeza y mésase las barbas y que si el diablo y que si el pecado y que si renegado. Y como yo no cejase en la porfía fuese él muy enfadado y quedeme yo muy confundido, que no me entraba en las mientes el que el mucho amar fuera pecado.

Seguía yo preocupado por mi plática con don Gil cuando una tarde, al llegar a la fuente, Zoraida se me abrazó tiernamente y llorando mucho de sus ojos hablome que nuestro amor era imposible, que sus gentes la tomaban por renegada y su tío le prohibiera verme. Y yo susurrábale palabras de amor y decíale que amándonos nada debiera importarnos lo demás y que la haría mi mujer aunque nos viésemos solos o tuviéramos que aposentarnos bien lejos. Y con esto quedamos algo más consolados, aunque muy tristes de cómo se iban aparejando las cosas.

Y así llegó Agosto, a dos días de la celebración de la Virgen y como esa atardecida acercábame yo a la fuente algo más tarde de lo que tenía por costumbre, extrañeme al ver que Zoraida no venía a mí como otras veces solía hacer y eché pie a tierra y me alarmé, que algo me decía el corazón. Y al llegar a la fuente allí estaba tendida Zoraida y una gran herida tenía en su cuerpo, en la parte del corazón y por allí manaba sangre que iba a mezclarse con el agua de la fuente y cuando me acerqué a ella ya estaba muerta, que por la dicha herida se le había escapado la vida. Y tomándola en mis brazos apreteme a ella, que quería devolverle con mi cuerpo la calor que se le iba y un dolor inmenso atravesó mi ánima que no es cosa de poderse imaginar, y la llamaba locamente y la cubría de besos y lloraba muy amargamente. Y así fuéronse pasando las horas y de cuando en cuando tornaba en imaginar que aquello era un ensueño y que Zoraida estaba dormida y yo velaba su sueño y cuando despertara yo le contaría tal ensueño y los dos nos reiríamos juntos, y en esto besaba sus labios y ya estaban fríos y volvía el dolor aún más intenso y arrecié tanto en el llorar que ya no sé quién manara más, si la fuente fría y cristalina agua o mis ojos calientes y amargas lágrimas. Y esa noche no brillaban las estrellas, ni las flores me enviaban su perfume, ni cantó el ruiseñor en los zarzales y hasta el agua parecía guardar silencio.

Y en mostrándose el alba cargué con el cuerpo de ella y la llevé a su tío que no vivía lejos, y en llegando a él entre sollozos le dije que la habían matado y no sabía si cristiano o moro, y él solo contestó: ¬¡Yo no tengo sobrina cristiana, yo no tengo sobrina renegada!¬. Y aunque vi saltarle una lágrima y temblar su barba y traté de explicarle que Zoraida había muerto doncella y musulmana, no logré sacarle de esa cantinela: ¬¡Yo no tengo sobrina renegada!

Y resolví entonces enterrarla en tierra cristiana y formando unas parihuelas, que arrastrara mi caballo, deposité en ellas a Zoraida y yo no podía dejar de contemplarla, que en su palidez aún estaba más bella y de no ser por la rosa roja de su herida hubiera parecido dormida.

Y en llegando al cementerio que hay tras la iglesia de la Encarnación del Hijo de Dios llamé a don Gil y conociendo mis intenciones tratome de loco y de profanador y sacrílego y con sus voces acudieron varios vecinos y explicóles entre grandes aspavientos lo que me proponía, y como uno de los allí presentes dijera que antes consentiría en enterrar allí perro que a mora, fuime para él y dile una gran puñada en el rostro y quedole bañado en sangre, que al menos le salté tres dientes. Y los demás sujetaronme y mirabanme como si el diablo me poseyera, que no acertaban a comprender el gran dolor que mi ánima sintiera.

Y puesto que ni los cristianos la quisieran por ser mora, ni los moros por creerla renegada, pensé en la fuente, testigo mudo de nuestros amores y allí enterrarla. Y torné sobre mis pasos y la sepulté al lado de la fuente, a la sombra de un granado, y puesto de hinojos le recé responso por no saber oración alguna de la secta de Mahoma, y allí caí de bruces y pedí a Dios nuestro Señor que dispusiese de mi ánima y cuerpo prontamente, que no quería seguir viviendo en esta tierra. 

Tierra, que desde la revuelta de hace unos años fueron expulsados de este reino, y también pueda ser a que ya poco se me vea, que el paso de los años me ha puesto viejo y ya ni levantarme puedo. A todo esto digo, se deba el que se haya olvidado también mi nombre, que ayer vino un mozo vecino mío que suele hacerme compaña y gusta de escuchar mis cosas de cuando era esforzado guerrero y luchaba con el moro al servicio del rey mi señor don Fernando, que en paz lo tenga el Criador en su Gloria. Y él me cuenta las suyas, y en esto vino a decirme que había cobrado tres muy buenas perdices estando de caza, y como yo le preguntase, más por alagar su ánimo que por interés mío, el lugar donde las había cobrado, respondiome que en “la fuente los amores”.

Y en oyendo esto viniéronme los recuerdos y écheme yo a llorar y quedó él muy espantado, que no sabía en qué podía haberme ofendido, más yo sé que a chochez de viejo lo achacaría. Y disculpase torpemente, fuese y quédeme yo a solas con mis recuerdos, que aunque el tiempo, dicen, todo lo borra y calma las penas, conmigo no ha tenido tal gentileza, que todavía lloro mi fuente, mis amores, mi Zoraida”.

Como podemos ver en esta leyenda, los prejuicios y el fanatismo acaban con los derechos humanos. ¿No cree usted?

Vivencias ciudadanas
Teodoro Lavín León
lavinleon@gmail.com   Twitter: @teolavin

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