Ayer sepultamos a Sara y fue una cosa tan triste que nadie quedó con ganas de siquiera volver la mirada a su tumba. Tenía 59 años y era una persona muy querida por nosotros, ese pequeño grupo de amigos que la acompañó en los últimos años de su vida. La resistencia no tiene que ver con el hecho mismo de la muerte o la pesadez de una noticia que nos hubiera tomado por sorpresa pues ya todos sabíamos que estaba muy cansada la pobre mujer. No, el asunto más bien tiene que ver con indignación, impotencia y rabia ante el sino que se cebó perramente sobre un alma buena.
No lo sé definir bien y el coraje que siento me confunde más; pienso que es un mecanismo de mi conciencia que intenta comprender el sentido de una muerte. Algo similar me pasó cuando murió mi mamá y el enojo me duró varios años.
La despedida de Sara fue como romper el cordón de un rosario que nos unía y que al romperse nos arrojó al piso en calidad de cuentas solitarias sin posibilidad de volverse a unir. Sara fue como una madre para algunos de nosotros; rosario fervoroso que muchas veces catalizó nuestras desesperanzas y nos recordaba que el amor llega a ser un misterio doloroso.
Por eso desde ayer nos desperdigamos para no vernos a la cara, al menos un tiempo, convencidos de no volver a esa tierra amatojada e indigna donde yace Sara.
Sin embargo hoy tuve que regresar pues me habló por teléfono un trabajador del cementerio para reportarme que las flores y arreglos funerarios estaban todos regados entre la maleza aledaña de la tumba. Me dijo que no quería meterse a recogerlos porque el terreno está lleno de Mala Mujer, esa yerba que abunda por acá y que pica peor que la ortiga, pero también porque se le hacía muy extraño el revoltijo que alguien hizo con la tumba y las flores. ‘Dejaron todo como un trepadero de mapaches’, me dijo.
Le pedí al trabajador que intentara recuperar al menos una corona y le pusiera una cruz provisional a la tumba para que no estuviera desnuda. También le dejé un poco de dinero para que comprara flores y se las pusiera a reserva de las que yo y el grupo pudiéramos llevar después.
Me dio mucho coraje todo y pensé qué pudo haber pasado con la tumba, qué gente ociosa se metió ahí a revolcarse.
Más tarde comprobé lo que dice el adagio acerca de que en una situación dada si algo puede empeorar, empeorará.
En la noche platiqué con mi esposa sobre el incidente del panteón y lo extraño que fue todo; y en las oraciones a mi madre también charlé con ella y me puse a recordar la vida de Sara. Ellas, Sara y mi mami, sólo se conocieron de oídas pues yo era amigo de su hijo Martín a quien conocí en el seminario. A ambos nos habría gustado mucho que ellas se hicieran amigas pero la partida de mi madre lo impidió.
Hoy pienso en la fea paradoja que marcó su muerte. Fue a un retiro espiritual, un Encuentro con Dios, promovido por su congresacion y ya no volvió. Llegó al cielo a través de un accidente vehicular en el viaje de regreso. Una verdadera graduación.
Sara tuvo tres hijos: Joel, Martín y Sabás. Ella fue madre soltera lo que sola tuvo que sacar adelante a sus hijos, con amor, disciplina y sobretodo trabajando muy duro.
Joel era la luz de sus ojos, la vida nacida del amor efímero y ese primer encuentro con la pasión juvenil y las mariposas en el estómago. Sara tuvo a Joel a los 19 años y en él veía el rostro, la voz y los ademanes del hombre que fue el amor de su vida, ese que la dejó por otra sin más explicaciones.
Martín y Sabás fueron hijos de otro padre, el esposo que intentó hacerla fuerte pero al final terminó haciéndose débil y chiquito. Fue ese hombre al que ella dejó por no estar a la altura.
Ella cumplió sin queja la labor de padre y madre en ese hogar de niños que muy pronto se hicieron hombres pero quedó marcada por estigmas de abandono, y aunque se hizo muy fuerte desde entonces asumió que tal vez por esa mala vibra de sus entrañas y la soledad de sus noches fue que ella condenó a Joel, su hijo más amado, a perderse en un horror definido por la incertidumbre. Siempre se culpó por ello.
Un día Joel desapareció. Tenía 23 años y estaba por terminar la carrera.
Durante más de 17 años Sara lo buscó con ese tesón indomable de quien anhela percibir en el aire y la lluvia el llamado de una vida ligada a la suya más allá del amor y los genes. Sin embargo cada día de esos 17 años sólo le trajeron silencio, ese crisol de la soledad que templa o mata los espíritus.
En los inicios de su búsqueda Sara fue lapidada por las lenguas viperinas que hicieron de su vida un papalote y de la de Joel un retorcido inventario de conductas retorcidas. ‘En algo ha de haber andado Joel, por eso se lo llevaron’. Según el chisme de ocasión, Joel andada de pelada porque se lo querían echar por temas de drogas; en otros ya lo habían matado por meterse con una mujer casada; y alguna otra teoría apuntaba a que se había ido a vivir con su papá quién sabe a dónde. ‘Seguramente se enteró qué su mamá engaño a su papá y por eso él la dejó’.
Clichés de gente insípida y sin quehacer que se traficaban en chats y redes sociales por el puro gusto de la miseria y el morbo. Estupideces que corrían en vivo alternándose con otro tipo de rumores a falta de noticias y cebándose en el dolor de Sara. Lo único verdadero en ese infierno lleno de dudas, amenazas y cobardía.
Aunque Sara lloró mucho siempre tuvo la esperanza de encontrar a su hijo adorado, y fue valiente, persistente e incansable. Pero entregada como estaba a la búsqueda y el reacomodo de sus rutinas domésticas y laborales, enfrentó una consecuencia que después entendimos como lógica aún en sus efectos dolorosos: perdió de vista a Martín y Sabás, sus otros hijos.
Yo conocí a Martín en el seminario y nos hicimos grandes amigos. Al principio de la experiencia platicamos mucho sobre el sentido de nuestra vocación y nos reíamos nerviosos al reconocer las obvias carencias y flaquezas. Lo nuestro era equivocación, decíamos, para después tratar de convencernos de que no éramos malas personas y que seguramente la vocación nos llamaría conforme fueramos aprendiendo un poco más sobre filosofía y fundamentos teológicos. Lo cierto es que ambos estábamos muy lejos de sentir eso que proclama el salmo 69: ¡El celo por tu casa me devora!... Cuando le conté a mi mamá sobre las charlas con Martín, y nuestras dudas, me decía que si no teníamos verdadera vocación era mejor dejar el seminario para no estar quitándole el tiempo a las cosas sagradas. También me aconsejó no andar presumiendo de buena gente porque eso sólo lo hacen los fariseos.
El regaño llegó a tiempo para repensar mi decisión pero fue Martín quien finalmente me convenció de dejar el seminario cuando me contó lo de la desaparición de su hermano y el infierno de incertidumbres que estaba viviendo su mamá.
Martín no lo pensó y decidió regresarse al hogar familiar para estar cerca de su mamá y apoyarle con la crisis de un estado de cosas sin pies ni cabeza que irremediablemente la arrinconaba en el miedo.
Yo también abandoné la idea del sacerdocio, tomé mis cosas y acompañé a mi querido amigo en el viaje su hogar. En el trayecto me confesó que él se metió al seminario por cumplirle una ilusión a Sara, su mamá, pues ella era muy devota y siempre soñó con que uno de sus hijos fuera sacerdote. También me dijo algo muy obvio: amaba con todo su corazón a Sara y le rompía el corazón verla sufrir por Joel.
Martín tenía esa entraña noble de los espíritus viejos que gozan las pequeñas cosas y saben que la trascendencia está en asumir su misión personal. La de él era ser el brazo fuerte de su mamá, paño de lágrimas, proveedor del hogar y compañero en la búsqueda de una vida que se perdió entre signos incomprensibles y la indiferencia de una tierra que se negaba a darle paz a una madre. Mujeres como Sara que en el camino van dejando algo más que sudor y sangre como señales para el regreso del hijo perdido.
Paradójicamente, mientras Sara se hacía fuerte y decidida a vivir con un solo propósito, Martín empezó a debilitarse asimilando la frustración de su madre y ahogando esos gritos de rabia que pugnaban por salir hasta consumar la catarsis de un duelo postergado, sin lágrimas ni revanchas.
En tres años Martín se fue volviendo un fantasma silencioso, un hombre frustrado ante la falta de resultados en la búsqueda de su hermano. A esas alturas ya sólo deseaba tener al menos la confirmación de la muerte para paliar el sufrimiento de su madre con una certeza de esas que al matar su esperanza de una vez por todas, le permitieran retomar su vida.
El cáncer en la garganta se llevó muy rápido a Martín. Su muerte le otorgó a Sara otro tipo de certeza, la del luto asumido que le daba la oportunidad de llorar y olvidarse un poco de aquel que se negaba a ser. Limbo de sinsentidos en el cual Sara vació un torrente de lágrimas y maldiciones pospuestas. Martín también se fue a los 23. Estuve con él en su último momento y lo vi llorar con amargura. Estoy seguro que le dolía dejar a su madre tan sola y enfrentada a una pesadilla interminable. Sara lo lloró y lo dejó ir. Al menos con él ella tenía un lugar a dónde llegar para descansar los pies y aspirar a la clemencia de Dios.
En el sepelio de Martín recordé las palabras de Cristo que resonaban en mi conciencia como un reproche a mi pobre vocación sacerdotal: ‘Deja que los muertos entierren a sus muertos...’
Dos años después de Martín enterré a mi madre. Al quedarme solo me vine a vivir cerca de Sara y acá conocí a Miriam, mi esposa. Nuestro matrimonio fue bendecido por Sara y cuando decidimos nombrar Martín a nuestro hijo ella se negó. Dijo que una vida nueva no merece cargar con sinos ajenos, mucho menos uno tan cruel.
Hasta el último de sus días Sara continuó buscando al hijo perdido y llorando al hijo muerto, por eso ayer que la sepultamos entendimos que había que dejarla descansar en paz sin tratar de encontrarle sentido a nada pues hay misterios que son para otras vidas. Sin embargo la intención de silencio y luto fue rota por el incidente del panteón.
Hace un rato me habló Raquel, la exmujer de Sabás, y me contó lo que pasó en la tumba. Al hijo más chico de Sara le dicen Sabás Sabañón. Tiene la cara manchada de jiotes de tantas intoxicaciones por cosas que se mete, el vicioso, y los pies llenos de sabañones. Siempre se anda rascando delante de quien sea pues ya no tiene vergüenza.
Tiene 33 años y es el hijo más joven de Sara, también el más distante de ella. Después de la desaparición de su hermano sufrió un tipo de abandono que no supo manejar responsablemente. Se convirtió en la oveja negra de la familia y se empeñó en romper todo aquello que representara un vínculo con su madre y hermanos. Sabás es drogadicto, promiscuo y dado a la brujería y todos en la colonia saben de sus malos pasos pero hipócritamente callan, a diferencia de aquello que en Joel fue estigma y saña viperina.
Algunos pensamos que las habladurías contra Joel, tras su desaparición, realmente se referían a Sabás y eran producto de una confusión. Como haya sido, lo cierto es que Sabás hizo de su vida una afrenta constante para su madre hasta el último de sus días.
Me dijo Raquel que la noche que murió Sara, Sabás se fue a la cantina y se puso a gritar, riéndose como loco, que al fin se había muerto la pinche vieja. Como no quiso ir al velorio ni al sepelio, otros borrachos le reclamaron pero Sabás los mandó al carajo y les dijo que él no tenía nada que hacer en el panteón. Lo llevaron a fuerza, aunque no les costó mucho porque estaba muy tomado, y ahí junto a la tumba de Sara, donde están los matojos de la Mala Mujer, tiraron a Sabás. Dicen que se revolcó como perro rabioso y aullaba de dolor porque esa yerba pica horrible, pero jamás hizo lo que le pedían sus amigos como condición para sacarlo de ahí: ¡Pídele perdón a tu mamá, pinche Sabañón!
Como no lo hizo ahí lo dejaron chillando y ya no supieron de él. Seguramente anda por ahí, orgulloso de no tener madre y asumido en su condición de bacteria que se adapta a todo tipo de porquería.
Y Sara enterrada. Definitivamente renuncio a entender las maneras de Dios... que Él me perdone.
