Me llegará lentamente y me hallará distraído probablemente dormido sobre un colchón de laureles se instalará en el espejo, inevitable y serena y empezará su faena por los primeros bosquejos... (La Vejez / Alberto Cortéz)
Eufronio ya no me reconocería. Yo a él sí. Tiene casi cien años. Me cuentan que permanece varios minutos frente al espejo preguntándose quién es la persona que hay frente a él. El alzhéimer y el olvido lo acechan. Ahora, a miles de kilómetros, me pregunto si en su mente habrá quedado algún rastro de las anécdotas felices que me contaba o, por el contrario, sobrevivirá el sabor amargo de ese vuelo hacia unos ideales que se derrumbaron poco a poco, sin quererlo, como el agua desgasta los cimientos de un castillo de arena.
‘Froni’ era el menor de cuatro hermanos. Nació en un pueblo de la meseta castellana, en las planicies centrales del norte de España. Todas las casas en aquel pueblo estaban construidas con barro y paja, como los relieves de una anciana con un largo vientre de tierra, una mujer que la mirada no puede enmarcar. Las llanuras conservan ese doble rostro que lleva al límite las perspectivas. Por un lado amplían el horizonte hasta hacerlo inabarcable; por otro acomplejan al hombre y lo hacen pequeño en la inmensidad.
La llanura frente al pueblo de Froni estaba cubierta de trigo. La espiga de este cereal tiene la forma de una cabellera trenzada; en cada uno de sus ‘nudos’ crecen nueve flores, de las cuales ocho mueren y una germina. El trigo, como el campesino castellano, crece con alma de superviviente. Las decisiones en aquellas familias conllevaban una trascendencia semejante al sacrificio. En su caso las opciones solían reducirse a dos, y, al elegir, la alternativa rechazada moría casi de forma inevitable. No había una segunda oportunidad.
Miles de hombres que nacieron en la meseta castellana escogieron en el siglo XX el camino de la emigración. Todo o nada. Fueron la principal mano de obra de la industria pesada de las provincias nórdicas, como la siderúrgica en el País Vasco o la ferrocarrilera en Cataluña. Froni optó por irse a Madrid para alistarse en las FAI, el brazo más radical del anarquismo en el país. Era 1936 y acababa de estallar una guerra.
“La culpa fue de Giussepe”, diría Froni con una sonrisa contagiosa, elegante, el bigote cuidadosamente recortado y un chaleco de franela sobre la camisa. Giussepe Franelli. Alumno de Bakunin e introductor del anarquismo en España, el mismo que a finales del siglo XIX viajó a México para aleccionar a hombres como Ricardo Flores Magón, principal ideólogo del Ejército Libertador del Sur. Una extensa red de campesinos siempre al borde de la supervivencia abrazaron las ideas de Franelli como se abraza a un hijo en la despedida. El anarquismo llegó a reclutar a miles de hombres hasta convertir su fuerza sindical, la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), en la más numerosa de España.
De los anarquistas decían que podías confiarles un millón de dólares y tener la absoluta certeza de que no tocarían ni un céntimo. Cuando el escritor inglés George Orwell llegó a Cataluña para combatir en las filas de la República, vio en ellos el renglón más sincero de la guerra.
“… era la primera vez que yo pisaba una ciudad donde estaban al mando los obreros. Habían requisado todos los edificios y los habían tapizado de banderas rojas o con la bandera roja y negra de los anarquistas… Nadie decía señor, ni don, ni siquiera usted, sino que todos se llamaban camarada, se tuteaban y decían ¡salud! en lugar de buenos días… Era extraño y conmovedor… En el acto comprendí que era una situación por la que valía la pena luchar”.
Cuando los anarquistas tuvieron el poder en sus manos no supieron que hacer con él. El poder les quemaba. Eran obreros y campesinos que lo único que habían gobernado en su vida era la yunta y el fierro. La sinfonía de principios humanistas reclutaba a hombres valerosos para las columnas, pero también las peor armadas y caóticas. Siempre rechazaron cualquier jerarquía, militar, política o civil. Para lo bueno y para lo malo.
El gobierno de la República (al que los anarquistas apoyaron temporalmente para derrotar a Franco) pronto se convirtió en resistencia y poco después en huida y exilio. Froni cruzó la frontera con Francia y se alistó para combatir a los alemanes desde un principio que jamás olvidaría: “La uniformidad es la muerte; la diversidad es la vida”.
A la hora del café, Froni recordaba una anécdota en las trincheras francesas durante la Segunda Guerra Mundial. “Ce n´est pas notre guerre” (ésta no es nuestra guerra), decían los soldados escuchando silbar las balas por encima de sus cabezas. Y Froni, al contarlo, ponía cara de asombro. “Soy español”, les decía, “y ahora les defiendo a ustedes, fuera de mi país… ¿debería ser ésta mi guerra?”.
Es posible que todo lo haya olvidado ahora, mirándose frente al espejo. Pienso en él a miles de kilómetros, escuchando y leyendo a los políticos y los adalides televisivos de México empleando el término anarquista con tanto desdén. Esas palabras que alguna vez significaron algo (libertad, igualdad, justicia), suenan en su boca a mierda y mentira. Ellos no tienen alzhéimer, Froni, créeme. Ellos son el alzhéimer.
En agosto hay luz de anocheres que iluminan las vetas de la historia, destellos de vida en la memoria que guardan misterios y placeres.
Luz cansada que poco a poco muere en la gracia de haber visto la gloria luciérnaga extinguida por su euforia, relámpago de múltiples ayeres.
La gracia del tiempo y de la luz confluyen en el frescor de agosto para brindar con místico alipús.
Por el camino que empieza a ser angosto en las vidas que abrazan ya su cruz y llevan mil historias en el rostro.
La lengua de las mariposas
Recuerdo el rostro de María, aunque ella es en realidad todos los rostros que he encontrado en el camino y que reflejan el trabajo, la fatiga y la resignación. Son caras reconocibles; caras que acumulan la tensión de la resistencia y el estigma de la mayor parte de la clase trabajadora en el mundo: una cabeza que no ha dejado de pensar, imaginar y soñar, aunque lo haya hecho privada de la posesión de sus días. Por eso es fácil recordarla. Ella, María, es el arado y el tejido, la piel cuarteada y el comal, el embarazo y la tierra. Y todo eso, estaba entonces reflejado en su rostro.
La primera y última vez que vi a María tejía un huipil con telar de cintura en un mercado de Oaxaca. Lo hacía como si los hilos fueran agua, y el agua un río que fluía por cada línea de sus dedos y manos. Esas líneas habían ensanchado en su madurez, creando cuencas en espiral que parecían girar hacia el centro de su memoria.
En algún momento María perdió la vista y ya no pudo recuperarla. Pero no importa, me dijo. El río no se ve ni se toca; el río se escucha. Y al tejer, ella parecía sentir esa voz en el agua que corría por las cuencas de sus dedos. En el momento en que los hilos adquirían formas y trazos, los peces de ese río cerraban definitivamente las heridas del pasado.
Todo eso lo supe años más tarde. Hasta ese momento María era sólo una mujer triqui de 85 años que tejía huipiles, aunque en realidad, bordaba también historias. No utilizaba tinta sino lana. Con los hilos rojos narraba las muertes de su pueblo reclamando un presente digno. Los verdes hablaban de sus sueños, los de una mujer colibrí que aleteaba 55 veces por segundo, aunque ella no lograra finalmente cruzar el Golfo y dejar atrás el invierno.
Las mujeres triquis llaman a estos tejidos “mariposas”. Aparentemente son simples bordados, aunque encierran en realidad la historia de una familia. María decía que las mujeres nacieron sin escritura y que en muchos aspectos también les negaron la oralidad. Entonces sólo les quedó el susurro de oído a oído y la costura de mano a tela. Ahí pudieron expresarse.
Durante siglos, Occidente universalizó el papel y acabó convirtiendo el lenguaje en un arma para expiar su culpa. Las palabras se usaron para entender al hombre por el hombre, alejándose de la naturaleza con una premisa irreductible: si no es práctico ni rentable, no sirve. Entonces se creó el lenguaje de la contabilidad, el lenguaje político y jurídico, el lenguaje del progreso, y todos ellos nacieron para contener las preguntas que surgían a raíz del despojo y la aniquilación. Ninguno de esos lenguajes nos hizo más humanos.
En el proceso, algunas culturas consiguieron preservar en su lengua los lazos con la naturaleza. Los tzotziles se saludan hoy con un “k'uxi avo'onton”, o lo que es lo mismo: “¿Cómo está tu corazón?” Cada parte del cuerpo es para ellos un concepto metafórico para representarse en la tierra. A la semilla la llaman “sat”, pero también a los ojos, que son, en definitiva, la semilla del rostro.
Y así María fue tejiendo con mariposas su vida en un huipil. A los años volví al mercado para preguntarle si esas mariposas se referían a una vida corta huyendo de depredadores, o a la sensación de libertad cuando nacen las alas. No encontré a María, pero me pareció leer su respuesta en algún lugar del recuerdo. “El río no se ve ni se toca, se escucha… Y tiene voz de mujer”.
