La Reforma Electoral es tema recurrente desde hace meses en la agenda nacional; y en ello, a pesar de voces encontradas en torno al sistema electoral, hay que reconocer que el INE es reflejo del desarrollo y madurez democrática que como país hemos alcanzado. Si es que se ha de a someter a discusión el entramado electoral nacional, el rubro relativo al sistema de partidos obliga a cuestionar el porqué de la percepción en cuanto a que han dejado de representar eficazmente a la ciudadanía.
La militancia formal –los afiliados–, de cada uno de los partidos políticos en su conjunto, es apenas cercana al 7% del electorado; por tanto, una revisión del sistema electoral solo estará completa si examina a fondo a dichos institutos políticos, no solo en cuanto a la pertinencia de la reducción del financiamiento público, sino la conveniencia de tener tantos partidos que, cada vez más, terminan coaligados o en alianza para contender en dos bloques, lo cual hace preciso considerar la discusión de alternativas como el bipartidismo; la segunda vuelta, así como los propios procesos de elección de las dirigencias de dichos partidos.
De ser cierta la percepción, qué pasaría si los partidos no estuvieran a la altura de la aspiración democrática de su militancia, ni del electorado; e incluso la decepción, los yerros de sus dirigentes, complicarán exponencialmente el problema.
A fin de visibilizar mejor estas complicaciones, imaginemos la circunstancia utópica en que los principales partidos políticos de México vivieran las siguientes realidades, confrontadas con los ideales que en teoría les dieron origen, donde: el partido que se debe a la acción, actúa solo a reacción, extraviado de la propuesta inteligente de los grandes pensadores y humanistas que le fundaron, con un líder cuya fuerza poco reconocen propios, y mucho menos extraños; el que se supone que es heredero de los postulados de la Rebelión, no puede superar el desgaste de décadas de ejercicio del poder, y el terror de pagar sus excesos, le dispone a la más indigna sujeción, con un líder cuyos atributos reflejan todo aquello por lo que el pueblo les castigó en las urnas; el partido que hace tan solo unos años aglutinó a los más respetados progresistas y figuras de la izquierda democrática, se ha resignado a una vida dependiente de las coaliciones, por antagónicas que sean las posturas e ideales de sus aliados; el que se supone basa su labor política en el empleo, solo existe para darlo a su cúpula dirigente a la sombra del oficialismo; aquel que se supone que ha de velar por el medio ambiente, poco se le reconoce a favor del desarrollo sustentable, y su vida interna es el reflejo de acuerdos cupulares a conveniencia de solo unos cuantos. 
Finalmente, imaginemos dos más que se autodenominan movimientos, por un lado, el que postula deberse a la ciudadanía, convertido en partido de un solo hombre, el ciudadano dirigente, fuertemente vertebrado políticamente hablando, que conoce de primera mano las entrañas del poder y que se sabe fiel de balanza en cada uno de los espacios de la política nacional; y por último, el movimiento avasallador gracias a su líder moral, con un dirigente reconocido por su pericia como operador financiero, pero que políticamente no ha sabido estar a la altura del instrumento partidario que masivamente la ciudadanía ha seleccionado para expresar su voluntad popular. En síntesis, alejados todos de su tarea como instrumento fundamental para la participación política y desarrollo democrático.
Por fortuna, lo anterior es un escenario figurado, distinto a realidad y establecido, con la única finalidad de invitar a la reflexión en cuanto al daño que nos podría generar un sistema de partidos de baja estofa. Lo que sí es real y sensato, es el abordar seriamente el tema como parte del debate nacional sobre la Reforma Electoral.

Por: Carlos Tercero / 3ro.interesado@gmail.com

Las opiniones vertidas en este espacio son exclusiva responsabilidad del autor y no representan, necesariamente, la política editorial de Grupo Diario de Morelos.

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