Por siglos, la polí­tica ha mol­deado prác­ti­cas y códi­gos implí­ci­tos que se ajus­tan al vai­vén del poder. Más allá de las leyes escri­tas, exis­ten meca­nis­mos infor­ma­les que cada régi­men usa para man­te­ner cohe­sión, aco­tar disi­den­cias y corre­gir des­via­cio­nes que per­cibe como ame­na­zas. Entre ellos sobre­sale una feroz tri­lo­gía –des­tie­rro, encie­rro y entie­rro– cono­cida como la “Ley del ierro”, no por refe­ren­cia al metal sino por la coin­ci­den­cia final que com­par­ten sus tres com­po­nen­tes.

No se trata de una regla escrita, sino de una lógica polí­tica que recuerda la capa­ci­dad del Estado, del poder, para recon­fi­gu­rar el tablero cuando per­cibe ame­na­zas, inco­mo­di­da­des o exce­sos, con una fuerza que radica en su carác­ter no for­ma­li­zado, pues no es parte de nin­guna norma, pero está pre­sente como adver­ten­cia silen­ciosa que pesa sobre aque­llos que desa­fían o cues­tio­nan a la nomen­cla­tura domi­nante.

Ejem­plos his­tó­ri­cos sobran. Polí­ti­cos, líde­res socia­les, inte­lec­tua­les, perio­dis­tas o empre­sa­rios disi­den­tes han sido some­ti­dos a alguna de las frac­cio­nes de esta “ley”, y en oca­sio­nes, a una com­bi­na­ción de ellas. El des­tie­rro, que en otros tiem­pos impli­caba expul­sión física del terri­to­rio, adoptó en la era con­tem­po­rá­nea for­mas más suti­les como nom­bra­mien­tos diplo­má­ti­cos, estan­cias aca­dé­mi­cas o de inves­ti­ga­ción en el extran­jero, o bien encar­gos en orga­nis­mos inter­na­cio­na­les que cons­ti­tu­yen exi­lios dis­fra­za­dos no como cas­tigo explí­cito, sino como una salida cui­dada que per­mite reti­rar del esce­na­rio a quie­nes se vol­vie­ron un pro­blema, evi­tando escán­da­los inne­ce­sa­rios.

Cuando el exi­lio no basta, el encie­rro sigue siendo herra­mienta con­tun­dente y recor­da­to­rio del límite que el poder tolera. La pri­sión de opo­si­to­res, el uso estra­té­gico del apa­rato judi­cial o la aper­tura selec­tiva de car­pe­tas de inves­ti­ga­ción sir­ven para dis­ci­pli­nar a quie­nes, desde den­tro o fuera del sis­tema, alte­ran equi­li­brios.

El ter­cer meca­nismo, el entie­rro, cons­ti­tuye la expre­sión extrema de esta lógica. La muerte, ya sea por homi­ci­dio, “acci­den­tal” o por sos­pe­cha de “sui­ci­dio”, marca el límite último del desa­cuerdo en lo que la his­to­ria regis­tra nom­bres de sobra de quie­nes, tras desa­fiar al poder, ter­mi­na­ron silen­cia­dos.

Este sis­tema para­lelo de san­cio­nes ha sido som­bra que acom­paña al poder y se activa cuando las demás herra­mien­tas fallan o resul­tan insu­fi­cien­tes. México no ha sido ajeno a esta prác­tica; gober­na­do­res que ter­mi­na­ron en emba­ja­das, secre­ta­rios de Estado que desa­pa­re­cie­ron de la escena pública bajo inves­ti­ga­cio­nes inter­mi­na­bles, líde­res sin­di­ca­les pro­ce­sa­dos cuando deja­ron de ser úti­les y perio­dis­tas ase­si­na­dos por inco­mo­dar inte­re­ses oscu­ros ilus­tran la vigen­cia de esta lógica. Más allá de con­si­de­ra­cio­nes éti­cas, mora­les o jurí­di­cas, estos epi­so­dios mues­tran que el poder no solo se ejerce desde las ins­ti­tu­cio­nes for­ma­les, tam­bién opera mediante reglas no escri­tas que deter­mi­nan qué y quién puede hablar o actuar, hasta cuándo y a qué costo.

La “Ley del ierro” no es mera­mente cas­tigo: es, sobre todo, adver­ten­cia que mues­tra con­tun­den­te­mente quién manda, deli­mita los már­ge­nes de la disi­den­cia tole­rada y esta­blece con­se­cuen­cias para quie­nes los tras­pa­san. No es casual que acto­res polí­ti­cos expe­ri­men­ta­dos la conoz­can bien, incluso si nunca la men­cio­nan públi­ca­mente. Su efi­ca­cia radica pre­ci­sa­mente en su carác­ter tácito, pues no nece­sita pro­cla­marse para ser obe­de­cida.

En una época en la que la trans­pa­ren­cia, los dere­chos huma­nos y la ren­di­ción de cuen­tas domi­nan el dis­curso público, las for­mas bur­das de coer­ción han cedido paso a meca­nis­mos más sofis­ti­ca­dos: el des­tie­rro se pre­senta como opor­tu­ni­dad pro­fe­sio­nal; la pri­sión, como com­bate a la corrup­ción, y la muerte, como des­gra­cia per­so­nal. Cam­bia el relato, no la lógica. Maquia­velo lo advir­tió con bru­tal cla­ri­dad: el miedo es más seguro que el afecto, por­que obliga sin nego­ciar; no requiere sim­pa­tía, solo obe­dien­cia. Así, mien­tras el miedo siga ope­rando como ins­tru­mento de poder, la “Ley del ierro” no será un ester­tor del pasado, sino vigente prác­tica silen­ciosa de guber­na­men­ta­li­dad, es decir, una tec­no­lo­gía de admi­nis­tra­ción del disenso.

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