Escribir sobre los personajes de Cuernavaca sin mencionar a Martín Toledo Pérez, sería como mostrar un auto último modelo sin llantas delanteras, porque con su presencia y calidad humana, llenó una de las páginas más coloridas de Cuernavaca. Su amable, respetuosa y alegre personalidad lo ubicaba entre la gente con más carisma y de una presencia sobresaliente y desinhibida de la opinión que la gente tuviera por los colores de su vestimenta o cuando lucía sus chamarras nada conservadoras sin interesarle la moda del momento. Hombre amable y decente, nunca fue agresivo o profería una mala palabra. Su sello era la plática, el saludo afectuoso y gentil para con los demás.

En 1937 llegó a Cuernavaca, a unos días de haber nacido en la ciudad de Cuautla. De padres morelenses, cursó sus estudios en escuelas de gobierno, hasta terminar el segundo grado de preparatoria, donde conoció a Columba Saavedra, con quien se casó a los 16 años y la que fuera su compañera de toda la vida. En la escuela había un grupo de amigas que le decían que si estaba tan enamorado ya se casara, mientras los amigos le recomendaban lo contrario. Le gustaba bromear contando: “A mí me dijeron que iba a hacer mi primera comunión y al otro día que amanecí, me di cuenta que me había casado”. Tuvieron nueve hijos de los que Martín se ufanaba de su cariño hacia él, ya que lo querían tener siempre en un altar, sin tomar en cuenta que ahí lo deseaban para que ya no alcanzara a la mamá, porque ya tenían suficientes hermanitos.

En 1952 comenzó a trabajar como mensajero en una agencia de publicidad, luego en el Banco Ejidal como inspector de arroz, con el Arq. Raúl Álvarez como supervisor de obras y en la Nissan con el señor Takeda. Comenzó su carrera dentro del Gobierno del Estado de Morelos como Supervisor en el Departamento de Ingeniería Rural en la Delegación de la CONASUPO; luego en el departamento de Inspecciones Fiscales y de Comercio como Delegado en Jojutla, Tetecala, Yautepec, Cuautla y Jefe del Departamento de Inspección y Sanciones Fiscales. En sus horas libres, Bolo, como le llamaban sus amigos, vendía cortes de casimir para pantalón y su lema preferido era: “Las telas que visten a Morelos las vende Martín Toledo y a precio de Hermanos Vázquez”.

Contaba que en una ocasión se le presentó un señor con una linda niña y le peguntó por sus cortes para pantalón que traía para vender. Martín se emocionó pues no había vendido nada en todo el día y le empezó a enseñar uno por uno extendiéndolos como si fueran capotes de lidia. El cliente le firmó un cheque por tres de ellos y le pidió a Martín que fuera a cambiarlo al banco y que su hijita lo acompañaría a ir por el dinero. Martín tomó la mano de la niña y se fue alegre a cambiar el cheque. Ya en la ventanilla la niña se echó a correr pero Martín la alcanzó diciendo que su papá se iba a enojar. “A ese señor ni lo conozco, me dio cinco pesos para que lo acompañara a comprar un helado”. Martín fue por el cheque y casi lo detienen por fraude. Comenzó a correr al restaurante de enfrente y alcanzó a ver al tipo que se subía a un autobús “chapulín”. Martín corrió por toda Galeana hasta que alcanzó al camión antes de dar vuelta en la calle Arteaga. Lo agarró de una pierna y de un tirón lo bajó. “Ladrón me querías quitar mis cortes” y le puso una buena moqueteada.

Era un buen deportista, le gustaba hacer ejercicio e ir al futbol con sus amigos, Agustín “El Coruco” Díaz, Germán Marín, Luis López, Javier Johnson, Rubén Solís, Hernán Cortés, Bolívar Fuentes y muchos más. De ahí se iban a “La Universal” o los viernes a “La Parroquia”, donde se la pasaba muy contento.

El licenciado Rivapalacio y su esposa Cayita, fueron los padrinos de bautizo de su hijo Arturo, por lo que además de compadres, don Antonio y Columba eran parientes lejanos. Martín como gran bailarín que era, enseñó a sus hijas a bailar. El mambo era su especialidad y pasión y cuando comenzaban los primeros acordes todo mundo lo quería ver bailar.  Con su querida esposa Columba, llevó una vida llena de amor y respeto, al igual que con sus hijos, Arturo, Silvia, Martín, Columba, Patricia, Jesús, Manuel, Claudia y Gabriela.  
Cuando tenía dinero, llamaba a su amigo Bahena a que organizara un banquete con comida y bebida hasta donde le alcanzara, al grado de que las comidas se convertían en fiestas de dos a tres días, ante la paciente mirada de su esposa Columba. En una de esas fiestas, llamó al señor Bahena para que hiciera una comida mexicana y en especial aquellas sabrosas patitas a la vinagreta que tanto le gustaban. Martín llegó un poco tarde a la comida. “Oye, mamá, las patas de mi papá huelen mal”. “De seguro pisó algo antes de llegar” contestó la madre. “No mamá, me refiero a que las patitas de res a la vinagreta que se está comiendo ya deben de estar pasadas, pues huelen muy feo” le contestó la hija, ante las carcajadas de toda la familia.
Cuando podía se llevaba a Columba y a sus hijos a algún balneario. Le gustaba Palo Bolero, el Parque Chapultepec o al ojo de agua del parque Melchor Ocampo, porque no había mucho dinero para ir adonde cobran por entrar y menos con el titipuchal de hijos que tenía.
Pero eso sí, cuando había oportunidad de ir a bailar se llevaba a Columba o se iba solo para echarse un mambo o un cha-cha-cha.   
En un tiempo se suscitaron irregularidades fiscales en el gobierno y al aclararse  la situación, Martín regresó a su puesto como Coordinador Administrativo de los programas de Flores de Exportación y Viveros, también dentro de la Secretaría de Abasto y Desarrollo Social, hasta el 1988. En agosto de 1989 fue Administrador de Rentas de Jiutepec y posteriormente de Yautepec hasta el día de su jubilación al cumplir sus sesenta años al servicio del gobierno del estado de Morelos.
Cuando no se le veía con pantalón rosa, traía uno morado otro día se le veía con uno color naranja y todos con camisas de última moda y que nadie se metiera a burlarse porque él contestaba con una broma y a la salida le daba sus catorrazos. Martín fue un amante esposo y buen padre de familia, listo para ayudar a sus amigos y también para hacer un servicio a quien se lo pidiera. Quién no recuerda esa cabellera blanca por el tiempo con su rizado que pareciera recién salido de una estética Sus pantalones amarillos y su camisa de cuadritos café que, aunque estridentes o de otro color brillante siempre combinaban.  Martín Toledo Pérez fue un hombre muy querido por quien lo conoció. Falleció a los 75 años de edad, el 19 de mayo de 2012 en su querida Cuernavaca.

Por: Rafael Benabib / rafaelbenabib@hotmail.com

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