La ciudad de la eterna primavera estuvo cerca de rebautizarse como la tumba de Pablo Neruda. Era 1941, en plena Segunda Guerra Mundial.

El poeta, nombrado apenas un año antes cónsul chileno en México, se había escapado el fin de semana de la capital con unos amigos a Cuernavaca, famosa por su clima templado y sus balnearios.
 

Después de comer en el restaurante de un hotel, brindaron por la suerte de los aliados. Los vítores a Roosevelt, Churchill y Stalin llegaron a la mesa de al lado.

Un grupo de alemanes armados se abalanzaron contra ellos. Volaron sillas, bofetadas y culatazos de revólver.

El poeta acabó con la cabeza abierta y enviado a un hospital del entonces Distrito Federal para descartar el riesgo de conmoción cerebral.

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