La vida de Don Manuel Suárez y Suárez, tiene una intensa relación con Cuernavaca, amante y benefactor de las bellas artes, fue aquí mecenas de artistas plásticos; pintores, muralistas, escultores, arquitectos, en su casa de calle Humboldt disfrutaba de obras como el último mural de Diego Rivera -en mosaico veneciano- “Baño en el Rio Juchitán”, ahora en el Museo Soumaya. En 1943 obtuvo la nacionalidad mexicana, el presidente Ávila Camacho le ofreció la cartera de Economía, las rechazó porque entendía que la actividad empresarial debe estar separada de la política.
Hace unos meses estaba por escribir una reseña de su vida, pero que mejor que una entrevista realizada en 1987 -último año de su vida- por el escritor español Ignacio Gracia Noriega para la “Revista La Nueva España”, donde Don Manuel habla y se confiesa a sí mismo. (Comentarios entre paréntesis son de quien esto escribe). Aquí la reproduzco:
“De familia humilde originario de Navia en Asturias España, se convirtió en un empresario de éxito en México que trató a Pancho Villa, Lázaro Cárdenas, el escritor-bebedor Malcolm Lowry y al pintor Siqueiros.
Entre las grandes figuras de la emigración asturiana a las Américas españolas, por su condición excepcional destaca Manuel Suárez y Suárez, quien resalta por haber desarrollado su actividad en una época poco excepcional como el siglo XX, cuando parece que ya se habían cerrado los caminos a esa aventura. Y aunque, como escribe uno de sus biógrafos, el doctor Venancio Martínez Suárez, “resulta poco menos que imposible abarcar en un comentario conciso y más aún esquemático, la biografía compleja y multifacética de Don Manuel”, dejemos que sea él mismo, pese a sus muchos años, quien nos refiera su historia, ya que “La biografía es la verdadera historia” y la verdadera aventura, como lo demuestra la de nuestro entrevistado, cuando nos encontramos en la casa de su hija Beatriz en El Pedregal, de Ciudad de México, con el maletín a sus pies, esperando a que llegue su chófer para llevarle a la oficina. Me extraña que en este tiempo de prejubilaciones, de vacaciones continuadas y de “puentes”, un empresario de su talla y de sus años continúe trabajando como si apenas estuviera forjando su fortuna. Pero como dice Don Manuel:
—No basta con forjar una fortuna. Hay que asentarla y conservarla. La gran obra de mi vida había de ser el edificio de 219 metros sobre la avenida Insurgentes Sur (hoy ícono de la Ciudad de México) el más alto de Hispanoamérica. Pensaba convertirlo en un hotel de 1.500 habitaciones. Pero surgieron las dificultades previsibles, que, no obstante, no me hicieron retroceder, y desde entonces he quedado atado a ese edificio como el piloto que trata de mantener a su monstruo en vuelo hasta que encuentra lugar donde aterrizar.
—Sin embargo, a sus años... Porque ¿cuántos años tiene?
—Noventa y uno. Nací el 24 de marzo de 1896, a las 4 de la madrugada, en una humilde casa de labradores, la casa de La Monsa, en el lugar de Téifaros, a tres kilómetros de la villa de Navia. ¿Qué quiere usted? ¿Que a los noventa y un años me retire, como si fuera un funcionario?
—No, desde luego. Si está en lo mejor de la vida...
—¡Claro que sí! Aunque me encontraba bastante mejor hace veinte o treinta años; pero ¿qué le va a hacer uno al paso del tiempo? Son cosas de la vida.
—¿Cuándo decidió emigrar?
—Cuando me di cuenta de que la vida que me aguardaba en Téifaros iba a ser muy dura y sin porvenir. Las propiedades de mis padres eran pocas y escasamente productivas; para empeorar las cosas, éramos diez hermanos. Teníamos dos vacas pintas y un burro, en el que cargábamos el grano para molerlo en el molino de Frejulfe y la leche para venderla en Navia. A ratos perdidos aprendí a leer, a escribir y las cuatro reglas. También debo al maestro don Fructuoso García Mayo que me inculcara la afición a la lectura, que no me abandonó en lo que llevo de vida.
—¿Por qué emigró a México?
—Porque allí se encontraba el tío Joaquín, Joaquín Rodríguez y García Loredo, nacido en Téifaros en 1840 y propietario del rancho Los Chopos, en pleno Distrito Federal, que abastecía de leche a la mayor parte de la población. Primero emigró mi hermano Joaquín, en 1910. Pero al llegar a México se encontró con dos desgracias: con que el tío Joaquín había muerto y con el estallido de la Revolución. A pesar de ello, fue capaz de reunir dinero para costear mi viaje, de manera que en la primavera de 1911 desembarqué en el puerto de Veracruz.
—Y ya en México, ¿qué hizo?
—Trabajar. Primero en la “Casa Peral Alverde”, un negocio de granos en el que trabajaba mi hermano. Yo, a pesar de mis pocos años, recorrí México, como viajante de esa casa, pero la “bola” revolucionaria rodaba por todo el territorio, por lo que no fue raro que en mayo de 1914 fuera detenido por el ejército de Pancho Villa. Lo raro era que no me hubieran apresado antes. Mientras esperaba a que me fusilaran, escribí una carta de despedida a la familia: lo que salvó la vida; porque el carcelero, al verme con la pluma en la mano, avisó a Villa de que uno de los prisioneros sabía escribir, e inmediatamente fui sacado de la cárcel y recibí el grado de teniente coronel.
—¡Qué barbaridad!
Continúa…
P.D. hasta el otro sábado.
Carlos Lavín Figueroa
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