En una época donde el acceso a la música, el cine y el entretenimiento es más libre que nunca, surge una pregunta que parece sacada del pasado, pero que sigue resonando con fuerza en redes sociales: ¿hay artistas “para hombres” y “para mujeres”? El debate, aunque superficial en apariencia, deja al descubierto tensiones culturales más profundas sobre la forma en la que percibimos —y etiquetamos— a las figuras públicas, en especial a las mujeres artistas.

Todo comenzó cuando Sydney Sweeney, actriz reconocida por su papel en Euphoria, lanzó un jabón en edición limitada hecho con agua de su propio baño. El producto, además de lo inusual, detonó una serie de comentarios que apuntaban a que estaba claramente dirigido a un público masculino. En paralelo, surgió una comparación con la cantante Sabrina Carpenter, cuya estética y música suelen conectar más con audiencias femeninas, particularmente mujeres jóvenes y personas de la comunidad LGBT+.

La narrativa tomó fuerza: Sweeney es para los hombres, Carpenter para las mujeres. Pero ¿qué significa esto realmente?

El deseo y la identificación: dos formas de ver (y consumir)

En muchas ocasiones, la atracción hacia un artista no se limita al deseo, sino a la identificación. Sabrina Carpenter ha cultivado una estética nostálgica, casi teatral, inspirada en los años 60 y 70, con toques de glamour vintage, humor irónico y letras que hablan del autodescubrimiento, las inseguridades y la autoafirmación. Elementos que resuenan con quienes buscan en ella no solo una figura aspiracional, sino un espejo emocional. En otras palabras, alguien con quien sentirse.

En contraste, Sydney Sweeney ha sido presentada —por la industria, los medios y parte del público— como un símbolo de sensualidad directa, que responde a códigos de atracción más tradicionales: la imagen de la “chica sexy” que aparece tanto en dramas adolescentes como en revistas masculinas. Esto la convierte en un objeto de deseo, más que en una figura de identificación, aunque no por ello su trabajo como actriz debería reducirse a ello.

Este fenómeno no es nuevo. Basta con recordar a otras figuras que también han polarizado así al público: Megan Fox frente a Florence Pugh, Lana Del Rey frente a Billie Eilish, e incluso en otro plano, Taylor Swift frente a Dua Lipa. Cada una con estilos, discursos y públicos distintos que reflejan las múltiples formas en que la cultura pop opera como espejo de género, clase y deseo.

¿Cómo nos afecta esta forma de categorizar?

La idea de que ciertos artistas son “para hombres” o “para mujeres” no solo perpetúa estereotipos sexistas, también limita nuestra capacidad de disfrutar del arte por lo que es. Es una forma sutil de seguir asignando roles de género incluso dentro del entretenimiento: las mujeres para inspirar o complacer, los hombres para desear o admirar. Esta dicotomía no solo empobrece el análisis cultural, también invisibiliza a los públicos que no encajan en esos moldes binarios.

Además, plantea una crítica al tipo de narrativa que las plataformas y redes sociales impulsan: una que constantemente necesita enfrentar, comparar y clasificar, en lugar de simplemente celebrar la diversidad de voces y estilos.

En el fondo, preguntarnos si hay artistas para hombres o para mujeres no habla de ellas, sino de nosotros. De cómo seguimos consumiendo a las figuras públicas con una mirada cargada de prejuicios, expectativas y construcciones sociales.

Porque ni Carpenter ni Sweeney pidieron ser encasilladas. Ambas tienen carreras distintas, talentos distintos y públicos amplios. La pregunta que queda es: ¿estamos listos para dejar de proyectar en ellas nuestras propias ideas sobre cómo debe ser una mujer en el espectáculo?

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