Los niños lo veíamos desde lo bajo; nos parecía un gigante. Era flaco, alto y correoso como los postes de madera para la luz en los que jugábamos compitiendo por quién los trepaba más rápido. Inspiraba lástima, pálido y arrugado el rostro, blanca la cabellera que se asomaba bajo el ala del sombrero de fieltro ajado. A los chicos de la cuadra se nos asemejaba haciendo equilibrios en la cima de la ancianidad, le calculábamos ochenta pero a lo mejor tenía menos años y lo que pasaba era que la vida lo había zarandeado más de la cuenta. Se notaba que sufría, nunca lo vimos sonreír y si acaso nos dirigía una mirada taciturna lo hacía de modo fugaz, como arrepentido de su atrevimiento. Vivía solo en una construcción de un nivel y muros gruesos, como en esos tiempos hacían las casas. La puerta de madera que crujía en las noches de viento desbocado comunicaba con la sala de dos ventanas que daban al pequeño jardín invadido de yerba seca.
Le decíamos El Nazi, pero alemán no era, sino uno de tantos gringos pensionados que alguna vez llegaron de vacaciones y acabaron viviendo sus últimos años en la ciudad de mi niñez.
“Es veterano de guerra”, cuchicheaban las viejas con ínfulas de sabelotodo en el barrio próximo a la Alameda. Su caminar lo delataba militar, largas las zancadas, rápidos los giros en las esquinas, fija la mirada al frente y el rostro imperturbable. Si además de español hablaba alemán o inglés nunca lo supimos, pero mudo no era. “Si no habla es porque no tiene qué decir”, justificaba su vecina a la que alguna vez le musitó los buenos días mientras barría el frente de su casa. El hombre alto y rubio daba la sensación de contar los pasos en silencio, moviendo los labios, rutinarios los recorridos de regreso a su refugio en los atardeceres bajo el túnel que formaban los pinos, que no álamos, en la de todos modos llamada Alameda cuyas ramas de arriba se besuqueaban.
La imagen del Nazi era común para la gente de la ciudad otrora rica por las minas de plata y oro. En el invierno las personas se encerraban a piedra y lodo porque afuera el frío calaba hasta los huesos, igual que agujitas clavadas en el rostro. Las tardes de viento gélido ahuyentaba a los pocos paseantes de la Alameda verde moteada de gris, pero no al hombre de ojos azules y mirada taciturna.
Las caminatas del “alemán” duraban una hora exactamente, ni un minuto más ni un segundo menos. Nos constaba que arrancaba justo cuando la tercera campanada de la iglesia cercana llamaba al rosario de las seis y terminaba a las siete, apuradas las beatas que se cubrían la cabeza con mantos negros por llegar a la calidez de sus cocinas de carbón.
Triste y gris fue la tarde en que la pandilla de traviesos decidimos ir a la casa del hombre silencioso, acordado el plan de asomarnos por el ojo de la llave de la puerta para comprobar si era cierto que tenía un ataúd recargado en la pared de la sala. En el barrio contaban que hacía años que el Nazi había comprado un féretro y pedido a su notario de confianza que cuando le llegara la hora (“la hora que a todos nos llega”, le dijo) lo metiera en la caja indeseable. Mientras tanto, el “alemán” prestaba el cajón a personas pobres que de pronto tenían un muertito en la familia pero no el estuche para darle cristiana sepultura. Así que él ponía el ataúd y los deudos el difunto, lo velaban, al día siguiente lo cargaban en procesión al camposanto, lo enterraban envuelto en un tapete y lo traían de regreso a la casa de la Alameda.
El féretro negro con remaches plateados seguía recargado en la pared de la sala del viejo pálido, y nosotros aprovechamos la hora de su caminata para turnarnos en el ojo de la cerradura. Llegado mi turno recorrí con la vista la sala. Noté sorprendido que la estancia lucía impecable. El hombre de las piernas largas y los ojos tristes vivía solo, no tenía servidumbre, así que supuse que él mismo barría, trapeaba y sacudía el polvo. El sofá de cuero y el par de sillas del mismo material parecían nuevas, como si nunca hubieran sido usadas. Del techo colgaba una “araña” de cristal, probablemente valiosa, quizá traída de Europa. El cuadro que coronaba el sofá exhibía el retrato de un hombre y una mujer, ambos jóvenes y rubios. ¿Eran el “alemán” y su esposa?
Una tarde rara, pues brillaba el sol, sus vecinos notaron que el ataúd no se encontraba recargado en la pared, al otro día tampoco estaba, ni al tercero, ni al cuarto. Lo supusieron prestado “para un servicio”, como era costumbre del anciano generoso, pero pensando lo peor dedujeron que el Nazi había muerto. A los chicos de la pandilla nos aprisionó la tristeza, lloramos, corrimos en tropel al panteón de donde el sepulturero nos sacó con cajas destempladas, no sin antes mostrarnos la fosa reservada para el hombre güero y alto que continuaba vacía. Intercambiamos miradas comprensivas pero no dijimos nada. Lo imaginamos joven, caminando y contando los pasos, pero ahora sonriente, llevado de la mano por la muchacha rubia del cuadro a la hora que a todos nos llega.

Por José Manuel Pérez Durán / jmperezduran@hotmail.com

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