En cierta ocasión el columnista entrevistó a un asaltabancos en la desaparecida Penitenciaría de Atlacomulco, y años después a otro en el penal de Atlacholohaya.
 Jóvenes ambos, los separaba una generación, pero sin que se hubieran conocido los unía más de una coincidencia.
 Por principio de cuentas, los identificaba el ejercicio de la misma “especialidad”, condiciones y modus operandi que relataban en términos parecidos, más o menos así: La víspera del “trabajo” la banda pernoctaba junta, para evitar dispersiones de última hora.
 Se desvelaban viendo televisión, jugando cartas, conversando.
 Nada de alcohol, aunque solían drogarse.
 Pasaban mala noche, no dormían, pelones los ojos y los nervios de punta como cuerdas de violín.
 Sabían que podían morir, salir heridos o ser detenidos.
 Llegada la hora del asalto, nerviosos, excitados dos o tres irrumpían en el banco previamente escogido, por supuesto armados.
 Debían hacer el “trabajo” rápido y simple.
 Asustaban con el poder de las armas a clientes y personal.
 Gritaban.
 Amenazaban.
 Recogían los billetes.
 Salían del local blandiendo pistolas o metralletas.
 Abordaban el vehículo que los esperaba con el motor en marcha.
 Huían.
 Cambiaban de carro.
 Se confundían entre el tráfico.
 Llegaban a la “casa de seguridad”.
 Repartían el botín: cincuenta por ciento para el jefe de la banda y el resto para los demás, según los rangos de cada quien.
 Parecido el tema pero con la diferencia de que ahora el dinero se les agota rápidamente.
 Los botines son raquíticos, por política los bancos tienen poco efectivo en las cajas.
 No como antes, presumía el preso de Atlacomulco, “cuando eran tantos los billetes que necesitábamos maletas para cargarlos”.
 De modo que hoy no pasan muchos días para que planeen y ejecuten otro, y otro, y uno más.
 Así recordé la plática en la vieja Peni, hace cuarenta y tantos años.
 Postulaba el asaltante: “Si planeas todo bien, el ‘trabajo’ sale bien.
 Pero para asegurarte lo mejor es que te ‘arregles’ con la policía”.
 Frecuentes los bancazos, rara vez la policía da pie con bola.
 ¿Por qué será? ¿Están “arreglados”? Lo que sigue viene a cuento: el Parque Ecológico San Miguel Acapantzingo está cumpliendo veinte años.
 Es lo de hoy, y lo de ayer, el predio que durante siete décadas ocupó la Penitenciaría de Atlacomulco.
 Llamada “La Peni” por sucesivas generaciones de cuernavacences, siendo gobernador a don Vicente Estrada Cajigal le tocó ponerla a funcionar el 17 de abril de 1934 en su último día como jefe del Ejecutivo de Morelos.
 Referida por el desaparecido historiador Valentín López González la presencia en el acto inaugural del presidente de la República, Abelardo L.
 Rodríguez, fue proyectada para una población de doscientos internos, pero cuando en el otoño de 2000 fue cerrada ya tenía mil quinientos.
 Entonces los hombres y las mujeres que poblaban la antigua prisión fueron trasladados al penal de Atlacholohaya, y ocupando el mismo cargo que don Vicente a su nieto Sergio Estrada Cajigal Ramírez le correspondió demolerla.
 Puertas adentro de los muros de la prisión extinta convivieron culpables con inocentes, igual que en todas las cárceles mal llamadas “centros de readaptación social”.
 Compartieron anhelos de libertad, sueños y esperanzas, deseos de venganza y planes de redención.
 Pero también fueron testigos mudos de historias como de novela que en otra entrega contaré, en estos días cuando no parece haber más tema que el corona virus… (Me leen después).

Por: José Manuel Pérez Durán / jmperezduran@hotmail.com

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