Su mirada la delataba como a quien recibe la sacudida de una sorpresa. Yacía desnuda con un tiro justo en medio de la frente, azorados los ojos verdes, acanelada la piel y sin más encima que la argolla de mujer casada. Joven, rondando los treinta, el rostro de facciones finas, nariz recta y pómulos salientes era enmarcado por una cabellera rubia que se deslizaba en cascada hasta la cintura breve. Chato el abdomen, carnosos los labios, la hilera de dientes blanquísimos y perfectamente alineados esbozaba una sonrisa. Testigo mudo de la tragedia, la mirada irónica del gato sentado sobre la mesita de noche parecía señalar las sábanas revueltas y la almohada tirada en el piso de ladrillos quebrados.
Xóchitl tenía veinte años la mañana calurosa de mayo cuando atendía a los clientes de la fonda a la que recién había entrado a trabajar. Para Bartolomé su aparición fue como que de pronto se le abriera el cielo. La acarició mentalmente de pies a cabeza y la comparó con las flores de pétalos dorados que brillan en el campo. Le pareció la hembra más hermosa que jamás había visto.
La belleza pasó una y otra vez a su lado atendiendo las mesas. Emocionado, pidió “unos huevitos, café, lo que sea”, y pasados los años seguía preguntándose cómo había tenido el atrevimiento de invitarla al parque o a cualquier sitio que ella quisiera en el pueblo de casas de adobes diseminadas sobre el valle de la sierra sureña.
–Lo que usted guste, con todo respeto –balbuceó temeroso de su osadía, resignado a ser rechazado, haciéndole brincar el corazón la respuesta de la chica que le dijo quedito, cerca del oído para que sólo la escuchara él y ninguno de los hombres que la miraban morbosos:
–Salgo a las cuatro...
Sentados en una de las bancas de hierro herrumbroso de la placita que bordeaban la delegación municipal, la iglesia del siglo XIX y los pocos comercios que se sostenían de milagro, ella le dijo llamarse Xóchitl y provenir de una cuadrilla distante mediodía de viaje en la “combi”. El hombre confirmó para sus adentros: “Tenía yo razón: Xóchitl significa flor”. Dos horas fueron suficientes para que se contaran sus vidas enteras. Apenado, como quien confiesa un pecado, Bartolomé le confesó que era un viudo sin hijos, que estaba en el pueblo para reparar la caldera de la clínica de salud.
–Me recomendó a este trabajo Gabriel, mi mejor amigo, el hermano que no tuve. Nos conocemos desde la primaria, pero ya no fuimos a la secundaria. Yo aprendí a componer calderas. De él poco sé, no lo volví a ver…
Hacía apenas un mes que Xóchitl trajinaba en la fonda. Resumió una historia recurrente:
–Tuve que venirme para ayudar a mi madre con los gastos de la casa. Mi papá se fue con otra. Tengo dos hermanos chiquitos. Yo soy la mayor…
Diez años después, la casualidad reencontró a Bartolomé con su casi hermano. “Estás igual”, dijeron al unísono. Sonrieron, se abrazaron, se sobaron las espaldas, evocaron su niñez. Estaban de prisa. Caminando en sentidos opuestos, se despidieron gritando sus números de teléfonos.
El frío calaba los huesos, y el vientecillo que bajaba silbando de los bosques del norte congelaba las palabras. Ruinosa, a la Vecindad del Cuervo la conocíamos de cabo a rabo. Los cuartos formaban una “u”, la pila de los lavaderos rebozaba agua, los “waters” colectivos no podían estar sino al fondo a la derecha. No era la primera ocasión que la pandilla del barrio proletario coincidíamos en la vecindad. Íbamos las madrugadas del 10 de mayo para dar serenatas a las mamás, y de cuando en cuando nos invitaban a los bailes de quince años, habilitados como chambelanes del vals “Danubio Azul” que se repetía en el tocadiscos comprado a plazos.
(Continuará).
Por: José Manuel Pérez Durán
