Por cosas que en otros tiempos ocurrían raramente y hoy son parte de la normalidad, la gente perdió la capacidad de asombro y a muy pocas personas le extrañan sucesos otrora asombrosos.

Una mañana cualquiera, testigos involuntarios presencian un “levantón”. Avisan a la policía que un hombre acaba de ser subido a un taxi y enfila rumbo a la salida sur de la ciudad. Aunque la maniobra es rápida, alcanzan a ver que un señor de unos sesenta años es arrojado con violencia al asiento trasero del vehículo y golpeado violentamente por un sujeto encapuchado. Dada la voz de alerta, elementos policíacos emprenden la búsqueda de los criminales, frenéticos, preocupados, sabedores de que cada minuto que pasa es de vital importancia para la vida de la víctima. Activado el protocolo de coordinación, los policías “peinan” la zona y cercan las calles que rodean el escenario del evento. Transcurre un cuarto de hora sin que puedan localizar el vehículo de los malhechores cuando llega un aviso de la central de radio. La voz de la bocina describe a un individuo que yace sobre la banqueta de una calle solitaria, tinta en rojo la camisa a la altura del pecho y azorada la mirada que clama por ayuda. Los paramédicos notan que el hombre escupe sangre. Con voz entre cortada, explica que lo llevaban secuestrado en un taxi y a uno de los criminales que le tapó la boca para que no gritara pidiendo auxilio le mordió la mano. Que, desesperado y temeroso de perder la vida, apretó tan fuerte los dientes hasta sentir que le arrancó los dedos y él mismo morderse la lengua. Pudo arrojarse del auto en marcha. Sorprendido, el rufián que perdió el anular y el índice aúlla de dolor en tanto el veinteañero que va al volante acelera. Les falló “la vuelta”, y ahora lo único que les importa es poner tierra de por medio...

Es de noche. Tres mozalbetes se levantan de sus asientos, pero no descienden del microbús. Se paran junto al chofer, le exigen el dinero de “la cuenta”, el operador se resiste y es apuñalado en el abdomen. Dos del trío de criminales alcanzan a huir, mientras el desalmado del puñal que ha sido detenido dice tener apenas 14 años. Los evadidos aparentan más edad, el chofer muere y los delincuentes han cometido el delito de homicidio…

Sucesos antes inauditos acabaron siendo cotidianos en la nota roja de los periódicos, procesadas las historias en los tribunales y ventiladas al instante en las redes sociales…

Una señora que conduce una camioneta lleva a su hijo en el asiento del copiloto, asegurado al porta-bebé. De improviso, un hombre se pone a media calle y se para en jarras. Lo ve apuntarle con un arma para que pare la camioneta, pero en lugar de frenar pisa fuerte el acelerador, arrollándolo. Ve en el espejo retrovisor al delincuente volando y estrellarse en el pavimento. El golpe es seco y suelta la pistola. Ella ha actuado en defensa de su vida y de la integridad de su niño. Iba a ser secuestrada o asaltada…

Vueltos comunes los asaltos a “rutas”, las historias resultan recurrentes. Roban al pasaje, huyen y al día siguiente repiten la maniobra. Agresiva, hace años que la selva de concreto es el escenario de asesinatos, secuestros y ajustes de cuentas entre bandas de delincuentes rivales. Los policías se esfuerzan, no hay día en que no atrapen a un malhechor por lo regular joven, hombres y mujeres que militan en las filas del crimen y llevan años golpeando a la sociedad. La violencia arrancó a mediados de los noventa, las personas de buen vivir lo saben, pero eso no las consuela. ¿Qué pasó? ¿Cuántos policías hay por cada criminal? ¿Uno por cada cinco, por cada cien? Las respuestas de dónde estaban tantos malos y de dónde salieron yacen en el desempleo, la desigualdad social, la descomposición familiar, la zanja entre los que tienen de sobra y los que carecen de todo. Mientras el gobierno dice dedicar recursos cuantiosos a la atención de la seguridad pública, el hampa no respeta a pobres ni ricos, y las familias que poseen lo elemental también suelen ser víctimas de la delincuencial. En nada se parecen los policías de hoy a los de hace cuarenta años. Están mejor equipados, son muchos más que la generación anterior y hay en las instalaciones del G-5 un gasto acumulado de miles de millones de pesos para la seguridad de los ciudadanos que sirve de muy poco ante la contundencia del crimen. Una parte de la solución es la denuncia anónima, pero también que los policías respondan con prontitud y eficacia… (Me leen el lunes).

Las opiniones vertidas en este espacio son exclusiva responsabilidad del autor y no representan, necesariamente, la política editorial de Grupo Diario de Morelos.

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