En los días de los fieles difuntos cabe esta historia: Algunas de las criptas estaban destapadas, desaparecidas en los vericuetos de tiempos remotos las tapaderas de cantera rosa del cementerio vertical que se ubicaba enfrente de la Alameda, en la colonial ciudad de Zacatecas, donde pasé mi niñez. Hacía muchos años que el camposanto se encontraba en desuso, ruinoso, abandonado. Sin embargo, a los niños de entre diez y doce años de la calle García de la Cadena, cercana al Parque Independencia, no nos daba miedo ir a jugar en el laberinto de tumbas y buscar la cueva que se decía existía en la colina de junto pero nunca pudimos hallar. Un poco impulsados por la emoción del misterio y otro tanto por la curiosidad, nos introducíamos en el primer nivel de las tumbas que estaban a ras del piso, gateando entre el polvo y pedazos de cantera rosa, inalcanzables para nuestra estatura enana los orificios rectangulares de las criptas de arriba. Las incursiones eran luego de la comida, a veces íbamos cuatro, otras seis y hasta ocho escuincles, dependiendo de a cuántos nos daban permiso o quiénes conseguíamos escapar de la vigilancia paterna.

El viento soplaba lastimero en las tardes de otoño. Entonces pensábamos: “¿será que los difuntos están tristes?” Hablo de fines de los cincuenta, y del Panteón de Chepinque o Chipinque, como se llama el lugar del relato. Ahí fue sepultado el político liberal jerezano Francisco García Salinas, en 1842. Sólo nueve años antes había aparecido la pandemia del cólera morbus o asiático, que en julio de 1833 mató en el estado de Zacatecas a alrededor de 12,000 personas. Aquella fue una época de tristezas que en cierta forma hacen recordar los pedazos de lápidas del siglo XIX que estaban incrustados en el edificio del PRI zacatecano, cimentado en los terrenos del extinto Panteón del Refugio y construido de manera provisional para la gente pobre que moría por la peste del cólera. En la Ciudad de México, donde se calcula que perdieron la vida poco más de 19 mil personas, el político liberal Guillermo Prieto describió escenas apocalípticas: “Las calles silenciosas y desiertas en que resonaban a distancia los pasos precipitados de alguno que corría en pos de auxilio, las banderolas amarillas, negras y blancas que servían de aviso de la enfermedad, de médicos, sacerdotes y casas de caridad; las boticas apretadas de gente, los templos con las puertas abiertas de par en par con mil luces en los altares, la gente arrodillada con los brazos en cruz y derramando lágrimas. A gran distancia el chirrido lúgubre (de carrozas funerarias), los panteones rebosaban cadáveres”…

En Cuernavaca, habitado por muertos célebres, como los gobernadores Manuel Alarcón y Vicente Estrada Cajigal, el diputado Domingo Diez Ruano y el futbolista Agustín “Coruco” Díaz, el Panteón de la Leona data de mediados de los ochenta del siglo antepasado. ¿Se acuerdan? El 2 de noviembre de 2021, el Ayuntamiento de Cuernavaca cerró los cementerios de La Paz, en Chipitlán, de Acapantzingo, Teopanzolco, Tlaltenango, Chapultepec, Barona y los demás. Sucedió en plena pandemia del covid-19, cuando sólo se permitió el acceso a los cementerios para inhumaciones y pagos de cuota de mantenimiento, lo cual fue actividad de gente viva. En Cuernavaca, el también llamado coronavirus acabó con las vidas de unas seis mil personas… (Me leen el lunes).

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