De pronto, la llanta derecha del coche choca contra algo que el conductor no logra ver bien pero le parece un pedazo de riel saliendo del piso, brillando en la oscuridad de la noche. ¡Pack! El golpe ha sido brutal, y su duda persistirá pues por seguridad decide que no debe parar. De hecho, pocos automovilistas lo hacen en Cuernavaca. A partir de las diez la mayoría maneja rápido, mirando a los lados, espejeando atrás, alertas ante cualquier sospechoso, pasándose con precaución el rojo de los semáforos. Teme: ¿se rompió la suspensión? Repararla le costará un ojo de la cara, no fue su culpa, pero ya que el Ayuntamiento no le reembolsará el gasto de la compostura él se conformará mentando madres, aunque nada ganará. Apenas lo ve, se estaciona junto al foco del portón de una casa particular; aprovecha porque en toda la avenida no hay alumbrado público. Checa el neumático, zangolotea el carro de un lado a otro, se agacha, busca con la lámpara de pilas algo roto, pero por fortuna todo parece estar bien. Menos mal. Llega al inicio de la calle donde vive, y ahí también el alumbrado artificial brilla por su ausencia. Recuerda: la única luminaria que funcionaba se fundió hace dos años; lo tiene presente porque entonces como hoy casi empezaba diciembre y ya estaba apostado el tamalero bajo el claro de luz que reflejaba la lámpara al pie del poste. Así que avanza cuidadoso, escudriñando por los espejos laterales y el retrovisor, temiendo que le salga un delincuente en taxi o en motocicleta. Sabe que llegado el caso no le quitarían mucho: hace tiempo que casi no carga efectivo, cincuenta o cien pesos en la cartera, un montoncito de monedas en la consola del coche, la tarjeta de débito para la gasolina y algún otro gasto. La inseguridad lo volvió precavido. A la mañana siguiente, le echa otro vistazo al carro, comprueba que no tiene nada que parezca anormal y respira aliviado pensando que “se ahorró” varios miles de pesos por la reparación que no será necesaria. Conducir a su trabajo le lleva quince minutos, treinta topes y doscientos baches. Lo sabe porque ha tenido la curiosidad de contarlos más o menos, y acostumbrarse a manejar con un ojo al gato y otro al garabato. Esquiva un hoyanco, pero son tantos que no puede evitar caer en otro. Pasa despacio los topes, mas algunos resultan tan altos que raspan la panza del auto. Cruje la suspensión y él aprieta los dientes. Pero para dentadura la del policía de vialidad que lo ve pasar indiferente. Piensa: “no soy cliente. A estas horas sus clientes son los que manejan camiones y camionetas llevando carga”. En ese momento suena el celular, se orilla y sólo entonces contesta. Vaya a ser que el agente de tránsito alcance a verlo contestando mientras conduce y se la aplique. Observa a hombres y mujeres manejando entre baches y topes, sorteando a las personas que cruzan la avenida, imprudentes, distraídas, mirando al infinito, usando para hablar o mensajear los celulares como si nadie hubiera más que ellos, las calles fueran peatonales y no hubiera coches. Razona que sólo los de Cuernavaca sabemos manejar vehículos estándar cuando ve a un sujeto sudando la gota gorda, seguramente chilango porque frena en la subida empinada y al reiniciar la marcha el auto se le va para atrás una y otra vez. Suelta la carcajada en el instante en que el hombre de la radio dice que la nuestra es una de las mejores ciudades para conducir, según una organización de la cual no escucha bien el nombre “¡What!”, grita, observado por el automovilista de junto que a lo mejor lo juzga loco por ir hablando solo. Su mente es un torbellino que brinca de un tema a otro. Recuerda una plática de amigos, de que muy pocos pasajeros de rutas han tenido la buena suerte de no ser asaltados. Les roban teléfonos celulares, cientos pues los atracos son rutinarios a lo largo y lo ancho de Morelos, de modo que lógicamente hay un mercado negro de estos aparatos. Los despojan del poco efectivo que traen, a los choferes les quitan el dinero de “la cuenta”, bajan de las unidades y huyen. Actúan a todas horas y en cualesquier lugares, por lo regular operan en parejas, son jóvenes, violentos y rápidos; se hacen de unos cuantos pesos, se reparten el producto del botín que gastan en drogas y a los dos o tres días asaltan otra ruta. Muy raras veces son atrapados por la policía, y más tardan en salir de la cárcel que en regresar al mundo del delito. Mientras el conductor de esta historia brinca en el enésimo bache, deduce que en una ciudad bizarra como la de nosotros lo único que falta es que algún loco diga que Cuernavaca disfruta la mejor movilidad… (Me leen después).
Por: José Manuel Pérez Durán