La vida en Cuernavaca era y es tan o más cara que en ciudades consideradas, precisamente, de vida cara. Tijuana o Cancún, donde el ingreso de los trabajadores es mayor que aquí. Desde muchos años atrás, en la otrora Ciudad de la Eterna Primavera los precios de servicios y productos han rayado en el abuso. Se siente apenas se respira el smog de la gran metrópoli, o llegando a Puebla, y para ir un poco más lejos se sorprende el morelense que por primera vez visita Guadalajara, Monterrey o El Bajío. En cuestión de precios Zacatecas es una delicia (40 o hasta 50% menores las tarifas hoteleras y restauranteras), e igualmente más bajas que acá en destinos turísticos del Pacífico (Acapulco o Puerto Escondido), del Caribe (Playa del Carmen) y Progreso, donde el mar esmeralda adquiere un tono de pistache. Aquí el abuso se volvió costumbre, el clima semicálido, la abundancia de árboles y flores, la tranquilidad y la cercanía con la Ciudad de México atrajeron a capitalinos adinerados y extranjeros multimillonarios. La construcción de la carretera federal, en los treinta, y veinte años después la apertura de la autopista Miguel Alemán, encarecieron la tierra. Vendida por ejidatarios (o despojada, como otros muchos y el caso de Tabachines) brotaron cual hongos en verano las quintas finsemaneras, de mil metros para arriba. La fama mundial de nuestras bellezas naturales levantó residencias fastuosas: Lázaro Cárdenas tuvo la suya en Palmira, Manuel Ávila Camacho se agenció varios cientos de miles de metros arriba a la derecha de la avenida cercana donde subsiste la casota de Luis Echeverría. A fines de los cincuenta, Barbara Hutton, la heredera de las tiendas Woolworth, se mandó hacer en Parres la mansión estilo japonés que acabaría convertida en hotel. De las historias poco conocidas por las nuevas generaciones de cuernavacences, una es la de la casa de la multimillonaria Barbara Woolworth Hutton, en el pueblo de Parres (Jiutepec). Su edificación tardó unos seis años, y más tarde fue convertida en el Hotel Real Sumiya. La mansión de la Hutton es única en este lado del planeta, de estilo japonés, mandada construir para que en ella reinara el significado de la palabra “sumiya”: la paz, la tranquilidad, la creatividad y la salud que la neoyorquina excéntrica nunca alcanzó. Arruinada, enferma y recluida en su habitación de un hotel de Los Ángeles, abandonada por sus amigos de horas felices murió el 11 de mayo de 1979, a los 66 años, en la más absoluta desidia, acechada por cuervos y carroñeros. Pero si los forasteros traían dinero a Cuernavaca, la vida se hizo cada vez más cara para los lugareños; los restauranteros y los vendedores de inmuebles agarraron parejo, el comercio del centro vio a propios y extraños con ojos de billete y la cultura del abuso acabó sentando sus reales. Ausente la autoridad en cuestiones de precios, los prestadores de servicios y vendedores de productos acabaron por ganarse la animadversión de las personas. Por eso a la gente hasta le da gusto que los metan en cintura, aunque ello ocurra muy de cuando en cuando. ¿Podría ser más seguido que la Procuraduría Federal del Consumidor sancione negocios del sector turístico (hoteles, moteles y restaurantes) por no exhibir tarifas y cartas de precios? ¿Qué de las gasolineras? ¿Y dan el peso exacto los tanques de gas? Si la protección del consumidor fuera más allá de “las mañaneras”, la Profeco sería una especie de Robin Hood moderno, defendiendo a los pobres de los abusos, consiguiendo rebajas de precios en tiempos del covid. Y a los humanos que tenemos un perrito nos habría alcanzado para comprarle un juguete, ayer que fue día del can… (Me leen después).

Por José Manuel Pérez Durán / jmperezduran@hotmail.com

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