Los curiosos se arremolinaron sobre la cuesta de Salazar, en la curva que sube al mercado Adolfo López Mateos. Alargaban los pescuezos, esforzados por ver el fondo de la barranca de Amanalco. Pero, pese a que la basura y la vegetación dificultaban la visión, alcanzaron a ver un hombre tirado boca abajo en el fondo de la barranca. Al rato llegó la policía y luego los bomberos. Dos bajaron usando reatas largas, y algo gritaron que sus compañeros que se habían quedado arriba no alanzaron a escuchar. Subieron y uno llevó acuestas el muerto. ¿Un suicida o un asesinado? No. Era un maniquí hecho de palma. Furioso, el bombero equipado con un cinturón ancho de cuero y botas de hule gritó: “¡no es un muerto, es un pinche maniquí de petate que algún bromista aventó a la barranca!”. La multitud se retiró riendo, comentando el incidente. Esto sucedió a fines de los setenta. Pero lo que pasó en la víspera del Año Nuevo reciente no fue broma. En la misma barranca, pero unos cien metros arriba, un hombre perdió la vida tras caer al fondo de la barranca, a la altura del puente del Dragón.

Elementos de la Cruz Roja confirmaron el deceso…

Las barrancas suelen cobijar la muerte, pero sobre todo alientan la vida. En Cuernavaca tenemos dos bendiciones. Regularmente llueve de noche y muy seguido a cubetazos. Los relámpagos iluminan el horizonte, y parece que el cielo se va a caer mientras que el agua baja a raudales por las paredes. Rara vez tenemos inundaciones. A la mañana siguiente vuelve a brillar el sol, los pájaros se sacuden las plumas empapadas, cantan y la gente se imagina que las plantas también están cantando, alegres, alimentadas por la humedad y los rayos solares. Un paraíso que suele olvidársenos, pero que entraña riesgos. Para los que no y para quienes sí lo saben, nuestro clima templado se debe –o más bien y tristemente dicho se debía– a la orografía en que está asentada la ciudad.

Amanalco, Analco, la De los Caldos, Del Diablo, El Tecolote, Salto Chico y Salto Grande son cañadas o tramos de ramblas que hacen las veces de “productoras de humedad”. El microclima de las oquedades que mayoritariamente cruzan a Cuernavaca de norte a sur se da por la presencia de una flora abundante todo el año, por la presencia de los cuerpos de agua –muy contaminados– y la renovación temporal de unos y otros con la temporada de lluvias. Programas de recuperación de las barrancas ha habido desde que tenemos memoria. Los hay desde la construcción de plantas tratadoras de agua en los márgenes, para bloquear las aguas negras de las viviendas, hasta la reubicación de viviendas de familias en paupérrimas condiciones y crear varios andadores o paseos barranqueños. La idea es ambiciosa, nada nueva pero no descabellada.

Sería trabajo de uno o dos trienios, pero, bien aprovechadas, las barrancas de Cuernavaca se convertirían en un atractivo turísticamente sustentable, y quizá con una intensa reforestación y limpieza del agua, retornaría el clima templado de la “eterna primavera”. Además, resulta urgente rescatar El Salto de San Antón. El olor a caca (perdón, pero a eso huele) ahuyenta a los visitantes despistados y a nativos descuidados que se atreven a darse una vuelta por el lugar. A la distancia del mirador, no queremos imaginar qué tipo de “brisa” sale del torrente. Es un recurso natural destruido por la falta de previsión, sensibilidad, incompetencia y voracidad de los impulsores de la mancha urbana. ¿Cuánto cuestan tres, cuatro plantas depuradoras de agua? ¿Cuánto un drenaje cuyas aguas negras y de coliformes no vayan a dar a El Salto?... (Me leen mañana).

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