Que Antonio Villalobos Adán aprecia a las barrancas, lo explica el hecho de que es un alcalde nacido y crecido en Cuernavaca, no como el cartel de seudo políticos foráneos. La Dirección de Conservación de Bosques, Barrancas y Áreas Naturales y la PrepaTec Cuernavaca del Tecnológico de Monterrey hicieron trabajos de limpieza y reforestación en la barranca Chapultepec de la colonia Atlacomulco, sacaron basura y residuos sólidos, y plantaron 50 ahuehuetes, árboles endémicos de la región y que se desarrollan bien en las barrancas. Parido en uno de los hospitales más emblemáticos de la ciudad, el Henry Dunant, y criado en dos de las colonias más populares, Alta Vista y Acapantzingo, es natural que Villalobos aprecie las barrancas. Somos muchos los que queremos a las cañadas de la antigua Cuauhnáhuac. Su maravilla radica en una orografía hundida pero escondida por el inevitable y devastador crecimiento urbano. ¿Cuántas veces hemos transitado a pie o en automóvil y no percibimos su benéfica existencia, a la cual debemos el clima que hizo mundialmente famosa a la capital del estado de Morelos? Pasamos encima de ellas, las hemos llenado de desagües, las hemos utilizado como basureros, habitamos sus riberas desalojando flora y fauna, en fin, casi hemos acabado con semejante bendición. Desde las goteras del Chichinautzin hasta más allá de Temixco, el gran valle de Cuernavaca tiene alrededor de sesenta barrancas, convertida la capital en ciudad de eterna primavera por la regulación del clima gracias a sus cañadas. Una de las más importantes es la de Amanalco que en la conquista sirvió de defensa natural contra Hernán Cortés. Logró atravesarla por el vado de lo que ahora es el Puente del Diablo, aunque el grueso de su tropa lo hizo a la altura del actual puente de Amanalco, derribando un gran árbol para utilizarlo como pasarela. La escena fue inmortalizada por Diego Rivera en el mural del hoy Museo Cuahnáhuac. En el primer tercio de los noventa, Amanalco fue parcialmente rescatada; se construyó el andador de trescientos metros acondicionado como paseo turístico. Cerrada al público hace varios años, la entrada era al lado de la vecindad La Coronela y la caminata se prolongaba hasta abajo del puente Porfirio Díaz, en donde se admira el denso follaje y la tranquilidad que se siente al bajar, ahogados los ruidos del trajín de la ciudad al punto que sólo se escuchan los cantos de las aves y el agua que corre entre las piedras. Debajo del puente que data de finales del siglo XI se advierte la magnitud del valor natural y ambiental de las barrancas. En una descripción técnica, las cañadas capitalinas forman un gran cono de deyección que parte de la arista sur de la Sierra de Zempoala y se proyecta unos 20 kilómetros al sur, afuera de los límites del municipio de Cuernavaca y hasta Acatlipa, ya en Temixco. Las barrancas son también el paso de ríos permanentes y temporales, algunos cruzan la ciudad y se van uniendo poco a poco formando el río Apatlaco, el afluente del Amacuzac en la zona sur de la entidad. La presencia de las barrancas, junto a las corrientes de agua de los ríos y la vegetación, provoca el clima agradable para Cuernavaca y parte de Temixco, principalmente, en donde el gradiente térmico no muestra grandes oscilaciones durante el año. A Alfonso Sandoval Camuñas, el presidente municipal de Cuernavaca más carismático, le debemos la construcción del Paseo Ribereño. Muerto por un paro cardíaco el 13 de enero de 1998, los cuernavacenses tenemos una deuda con él: ponerle su nombre al Paseo Ribereño. Hacerlo corre a cuenta del cabildo. ¿Cuándo?.. (Me leen después).

Por: José Manuel Pérez Durán jmperezduran@hotmail.com 

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