Por años, una frase de Umberto Eco ha circulado como advertencia incómoda y profecía cumplida. En una conferencia —y luego retomada en entrevistas— el semiólogo italiano afirmó que las redes sociales le dieron derecho de palabra a legiones de idiotas que antes hablaban solo en el bar, después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Hoy, esa frase incomoda porque describe con precisión quirúrgica
el paisaje digital en el que vivimos.

Eco no hablaba desde el elitismo, como muchos quisieron caricaturizarlo, sino desde una preocupa- ción profundamente cultural. Su crítica no iba dirigida a la democratización de la palabra —algo que él mismo defendía— sino a la desaparición de los filtros del conocimiento, del contexto y de la responsabilidad. En otras palabras: no todo el que habla comunica, y no todo el que opina entiende.

Antes de internet, la igno- rancia tenía fronteras claras. El comentario infundado moría en una mesa de cantina. La opinión sin sustento se diluía en el aire. Hoy, un tuit mal informado puede alcan- zar millones de personas en segundos, generar odio, des- información o pánico, y todo sin pasar por el mínimo tamiz del pensamiento crítico. La estupidez dejó de ser local; ahora es viral.

Eco entendía algo funda- mental: el problema no es la ignorancia, sino la ignorancia que se cree conocimiento. Las redes sociales han creado un ecosistema donde la opinión vale más que el hecho, donde la emoción aplasta al dato y donde el algoritmo premia lo escan- daloso, no lo verdadero. No gana quien sabe más, sino quien grita mejor.

Este fenómeno tiene consecuencias profundas.

En política, por ejemplo, la desinformación se disfraza de “voz del pueblo”. Teorías conspirativas se presentan como “versiones alternati- vas”. La ciencia compite en igualdad de condiciones con el rumor. Un epidemiólogo con décadas de estudio vale lo mismo que un influencer con buena iluminación y una frase contundente. La au- toridad del conocimiento se diluyó en el mar de los likes.

Eco advertía que la cultura necesita jerarquías, no sociales, sino intelectuales. No todos los textos tienen el mismo peso, ni todas las opiniones la misma profun- didad. Cuando se borra esa diferencia, la sociedad pierde su brújula. El resultado es una conversación pública caótica, ruidosa y, sobre todo, superficial. Mucho ruido, poca comprensión.

Las redes sociales, además, incentivan la respuesta inmediata. No hay tiempo para leer, contrastar o dudar. Dudar, de hecho, está mal visto. La certeza absoluta —aunque sea falsa— obtiene más aplausos. Pensar despacio es un acto casi subversivo en un entor- no diseñado para reaccionar rápido.

Umberto Eco no proponía censura. Proponía educa- ción. Educación mediática, educación crítica, educación para distinguir una fuente confiable de una mentira atractiva. Pero educar toma tiempo; indignarse toma segundos. Y las plataformas, construidas para retener atención, eligen lo segundo. Hay un dato inquietante: nunca en la historia hubo tanto acceso al conocimiento. Bibliotecas enteras caben en un teléfono. Sin embargo, nunca fue tan fácil vivir atrapado en burbujas de ignorancia cuidadosamente personalizadas. El algoritmo no busca que sepas más; busca que te quedes más tiempo.

Eco entendía que la cultura no muere por falta de información, sino por exceso de basura informativa. Cuando todo parece importante, nada lo es. Cuando todos hablan al mismo tiempo, nadie escucha. Y cuando
la estupidez se normaliza, incluso se celebra.

La frase de Eco no de- bería leerse como un insulto, sino como una alarma. No señala personas, señala un sistema. Un sistema que confunde libertad de expresión con ausencia total de criterio. Que premia la ocurrencia por encima del razonamiento. Que convierte la ignorancia en espectáculo.

La pregunta, entonces, no es si Eco tenía razón. La pregunta es qué vamos a hacer con ella. Porque las redes no van a desaparecer. Pero tal vez aún estemos a tiempo de recuperar algo esencial: el valor de pensar antes de hablar, de leer antes de opinar, de callar cuando no se sabe.

En un mundo donde todos tienen micrófono, la verdadera rebeldía es usar el cerebro. Y eso, hoy más que nunca, sigue siendo una lección urgente de Umberto Eco. Brillante ¿No cree usted?.

Las opiniones vertidas en este espacio son exclusiva responsa- bilidad del autor y no representan, necesa- riamente, la política editorial de Grupo Diario de Morelos.

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