En el corazón de Cuernavaca, ciudad conocida por su clima privilegiado y su riqueza natural, existen profundas heridas geográficas que han sido, desde tiempos prehispánicos, arterias de vida: “las barrancas”. Estos cañones naturales, formados por el paso del agua a lo largo de siglos, son más que simples accidentes del terreno; son ecosistemas vivos, corredores biológicos y guardianes del equilibrio ambiental. Sin embargo, hoy, más que orgullo, las barrancas representan uno de los ejemplos más evidentes del abandono institucional y del desprecio por el entorno natural. Cuernavaca cuenta con más de 50 barrancas distribuidas por todo su territorio.

Estas no solo ofrecen una función ambiental invaluable —como la captación de agua, la regulación del microclima y el hábitat de fauna y flora endémicas—, sino también un valor paisajístico, histórico y cultural que ha sido relegado al olvido. Lejos de representar un atractivo, hoy muchas de ellas son vertederos de basura, canales de aguas negras y focos de infección que afectan directamente la salud de los habitantes.

El problema no es reciente, pero se ha agudizado con el crecimiento urbano desordenado, la falta de planeación y, sobre todo, la ausencia de políticas públicas integrales para que atiendan esta problemática. Las barrancas han sido tratadas como espacios sobrantes, como basureros naturales donde el desecho humano se esconde bajo la maleza o corre junto al agua de lluvias que aún lucha por abrirse paso.

Lo que antes fue santuario de aves, reptiles, insectos y flora nativa, hoy se ha convertido en símbolo de desinterés y deterioro. Más preocupante aún es la desatención por parte de las autoridades tanto estatales como municipales para solucionar el problema. No existe, al día de hoy, una política pública robusta y sostenida para el rescate, saneamiento y preservación de las barrancas. Las acciones que se han implementado son esporádicas, aisladas o cargadas de intereses políticos o inmobiliarios.

La mayoría de las intervenciones responden a reacciones ante desastres —como deslaves o taponamientos por basura—, pero no se plantean con una visión de prevención, restauración ecológica ni participación comunitaria. Por otro lado, la legislación ambiental local es débil o ineficaz en su aplicación. Aunque existen normas que reconocen el valor ambiental de estos espacios, su protección jurídica es fácilmente burlada por particulares o autoridades omisas.

La tala clandestina, la construcción ilegal, la descarga de aguas residuales y el uso de las barrancas como basureros a cielo abierto son prácticas recurrentes que, al no sancionarse debidamente, obviamente los ciudadanos la normalizan. En este contexto, también es necesario señalar que la ciudadanía ha sido marginada de los procesos de toma de decisiones. Aunque existen colectivos, organizaciones civiles y vecinos organizados que han levantado la voz y emprendido acciones de limpieza, educación ambiental o reforestación, estos esfuerzos no tienen el respaldo institucional que necesitan para volverse verdaderamente sostenibles. La desconexión entre las autoridades y la sociedad civil ha sido uno de los principales obstáculos para avanzar. Frente a este panorama sombrío, es urgente pasar de la queja a la propuesta, de la denuncia a la acción estructurada.

Las barrancas pueden y deben ser rescatadas, pero para lograrlo se necesita voluntad política, planificación técnica, recursos financieros y, sobre todo, una estrategia participativa de largo aliento. Pienso que es necesario fortalecer la normatividad local para que las barrancas sean reconocidas como áreas de valor ambiental prioritario. Esto debe acompañarse de una política pública específica que contemple el saneamiento, la restauración ecológica y el mantenimiento periódico, con presupuesto etiquetado y mecanismos de fiscalización ciudadana. Cuernavaca no puede seguir permitiendo que sus barrancas sean cloacas a cielo abierto. La recuperación de estos espacios no es una cuestión meramente ambiental; es un acto de justicia ecológica, de salud pública, de dignidad urbana. Las barrancas, si se rescatan, pueden volver a ser arterias de vida, espacios de encuentro, educación y orgullo. La naturaleza ya hizo su parte. Es momento de que la ciudadanía y el gobierno hagan la suya. ¿No cree usted?

Las opiniones vertidas en este espacio son exclusiva responsabilidad del autor y no representan, necesariamente, la política editorial de Grupo Diario de Morelos.

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