Durante miles de años, la con­ver­sa­ción cara a cara fue la herra­mienta cen­tral para cons­truir comu­ni­da­des, trans­mi­tir cono­ci­mien­tos y crear vín­cu­los afec­ti­vos. Sin embargo, en las últi­mas déca­das, el ver­ti­gi­noso cre­ci­miento de la tec­no­lo­gía— espe­cial­mente los telé­fo­nos inte­li­gen­tes, las redes socia­les y la comu­ni­ca­ción digi­tal ins­tan­tá­nea—ha trans­for­mado pro­fun­da­mente la forma en que inte­rac­tua­mos. No es que hablar haya desa­pa­re­cido, sino que ha cam­biado su ritmo, su pro­fun­di­dad y su valor social, y eso tiene con­se­cuen­cias impor­tan­tes que, aun­que a veces pasan desa­per­ci­bi­das, afec­tan nues­tra vida coti­diana.

Para empe­zar, pen­se­mos en un hecho básico: hace ape­nas veinte años, la forma más común de comu­ni­carse era mediante con­ver­sa­cio­nes direc­tas o lla­ma­das tele­fó­ni­cas rela­ti­va­mente lar­gas. Hoy, el pro­me­dio glo­bal de men­sa­jes ins­tan­tá­neos envia­dos por per­sona supera amplia­mente las lla­ma­das y los encuen­tros en per­sona. Aun­que este tipo de comu­ni­ca­ción es rápida y cómoda, tam­bién suele ser frag­men­tada, corta y emo­cio­nal­mente super­fi­cial. Las con­ver­sa­cio­nes digi­ta­les no siem­pre per­mi­ten ver el len­guaje cor­po­ral, escu­char el tono de voz o reci­bir la aten­ción plena del otro, ele­men­tos fun­da­men­ta­les para crear autén­tica cone­xión humana.

Ade­más, inves­ti­ga­cio­nes recien­tes de uni­ver­si­da­des como MIT y Stan­ford han mos­trado un fenó­meno inte­re­sante: cuanto más tiempo pasa­mos en dis­po­si­ti­vos digi­ta­les, menor es nues­tra tole­ran­cia al silen­cio o a las pau­sas natu­ra­les de una con­ver­sa­ción real. El cere­bro se acos­tum­bra a la inme­dia­tez. Esto hace que las inte­rac­cio­nes cara a cara se sien­tan, en oca­sio­nes, len­tas o incó­mo­das. Sin embargo, esas pau­sas son esen­cia­les, ya que per­mi­ten pen­sar, pro­ce­sar emo­cio­nes y crear empa­tía. Sin pau­sas, la con­ver­sa­ción pierde pro­fun­di­dad y se con­vierte en un inter­cam­bio super­fi­cial.

Uno de los efec­tos más visi­bles del reem­plazo de con­ver­sa­cio­nes pro­fun­das por inte­rac­cio­nes digi­ta­les es la dis­mi­nu­ción del voca­bu­la­rio emo­cio­nal. En una con­ver­sa­ción pre­sen­cial, sole­mos des­cri­bir cómo nos sen­ti­mos con más deta­lle; en cam­bio, en men­sa­jes usa­mos ata­jos emo­cio­na­les (“lol”, emo­jis, gifs). Aun­que estas herra­mien­tas pue­den ser diver­ti­das y expre­si­vas, no reem­pla­zan la riqueza que se cons­truye cuando una per­sona se toma el tiempo de expli­car lo que siente. Esta pér­dida puede gene­rar difi­cul­ta­des rea­les para mane­jar con­flic­tos, expre­sar nece­si­da­des o enten­der las emo­cio­nes de otros.

Otro punto clave es la aten­ción divi­dida. Las noti­fi­ca­cio­nes cons­tan­tes inte­rrum­pen con­ver­sa­cio­nes pre­sen­cia­les con una fre­cuen­cia tan alta que, según varios estu­dios, basta con que un telé­fono esté sobre la mesa—aun­que nadie lo use— para redu­cir la cali­dad de la con­ver­sa­ción. Esto sucede por­que el sim­ple hecho de ver el dis­po­si­tivo activa un pequeño estado de alerta en el cere­bro, como si estu­vié­ra­mos espe­rando algo. Esta sen­sa­ción, sutil pero per­sis­tente, impide entrar en un modo de cone­xión pro­funda.

La falta de con­ver­sa­ción pre­sen­cial tam­bién afecta la salud men­tal. Los seres huma­nos somos cria­tu­ras socia­les; nece­si­ta­mos cer­ca­nía, expre­sión facial y con­tacto real para regu­lar nues­tras emo­cio­nes. La tec­no­lo­gía ha per­mi­tido estar “conec­ta­dos” todo el tiempo, pero esa cone­xión es enga­ñosa y sólo ofrece pre­sen­cia sin com­pro­miso real. Cuando pre­do­mi­nan las con­ver­sa­cio­nes super­fi­cia­les, la sen­sa­ción de com­pa­ñía puede que­dar vacía, y con el tiempo se gene­ran sen­ti­mien­tos de sole­dad, incluso cuando esta­mos rodea­dos de inte­rac­cio­nes digi­ta­les.

Sin embargo, es impor­tante acla­rar que la tec­no­lo­gía no es el villano de esta his­to­ria. De hecho, ha abierto opor­tu­ni­da­des increí­bles: comu­ni­ca­ción ins­tan­tá­nea con seres que­ri­dos que viven lejos, acceso a comu­ni­da­des glo­ba­les y posi­bi­li­da­des edu­ca­ti­vas que antes eran impen­sa­bles. El pro­blema surge cuando sus­ti­tui­mos com­ple­ta­mente la con­ver­sa­ción humana más rica por inte­rac­cio­nes digi­ta­les. El equi­li­brio es la clave.

Un ejem­plo muy claro del impacto de esta trans­for­ma­ción se ve en las nue­vas gene­ra­cio­nes. Muchos niños y ado­les­cen­tes inte­rac­túan más por pan­ta­lla que en per­sona, lo que afecta el desa­rro­llo de habi­li­da­des socia­les fun­da­men­ta­les como la nego­cia­ción, la escu­cha activa y la lec­tura del len­guaje cor­po­ral. Estas capa­ci­da­des no se apren­den sólo leyendo o viendo videos, requie­ren prác­tica directa y repe­tida en la vida real; sin éstas, la con­vi­ven­cia social se vuelve más torpe y los malen­ten­di­dos aumen­tan.

En el ámbito labo­ral ocu­rre algo pare­cido. La comu­ni­ca­ción digi­tal agi­liza pro­ce­sos, pero puede gene­rar ten­sio­nes cuando se malin­ter­pre­tan men­sa­jes sin con­texto emo­cio­nal. Una frase escrita sin emo­ti­co­nes o sin tono puede per­ci­birse como fría o agre­siva, aun­que no lo sea. Por eso, muchas empre­sas están redes­cu­briendo el valor de las reu­nio­nes pre­sen­cia­les o las lla­ma­das por video­con­fe­ren­cia con cámara encen­dida que per­mi­ten recu­pe­rar parte de esa huma­ni­dad per­dida en los tex­tos bre­ves.

Si que­re­mos res­ca­tar la cali­dad de la con­ver­sa­ción, no se trata de aban­do­nar la tec­no­lo­gía, sino de usarla de forma más cons­ciente. Algu­nas prác­ti­cas sen­ci­llas pue­den mar­car una gran dife­ren­cia, como dejar el telé­fono fuera de la mesa durante comi­das o reu­nio­nes, reser­var espa­cios sin pan­ta­llas, pre­fe­rir lla­ma­das bre­ves a men­sa­jes inter­mi­na­bles o, incluso, dedi­car unos minu­tos dia­rios a con­ver­sar cara a cara con quie­nes con­vi­vi­mos. Estos peque­ños ges­tos ayu­dan a recons­truir la aten­ción y el vín­culo emo­cio­nal.

Al final, la con­ver­sa­ción humana no es sólo un inter­cam­bio de pala­bras, es una herra­mienta pode­rosa para com­pren­der­nos, acom­pa­ñar­nos y cons­truir sig­ni­fi­cado en nues­tra vida. Cuando la tec­no­lo­gía ocupa cada espa­cio, sin dar­nos opor­tu­ni­dad de inte­rac­tuar con calma, per­de­mos una parte esen­cial de lo que nos hace huma­nos. Recu­pe­rar la con­ver­sa­ción no es un acto nos­tál­gico, es un acto de salud emo­cio­nal, social y comu­ni­ta­ria.

En una época hiper­co­nec­tada, hablar real­mente con alguien —mirán­dolo a los ojos, escu­chando sin inte­rrup­cio­nes y com­par­tiendo tiempo— se ha con­ver­tido en un recurso valioso. Y, para­dó­ji­ca­mente, mien­tras más avanza la tec­no­lo­gía, más nece­si­ta­mos recor­dar que la cone­xión más pro­funda y más anti­gua que tene­mos sigue siendo la con­ver­sa­ción. ¿No cree usted?

Las opi­nio­nes ver­ti­das en este espa­cio son exclu­siva res­pon­sa­bi­li­dad del autor y no repre­sen­tan, nece­sa­ria­mente, la polí­tica edi­to­rial de Grupo Dia­rio de More­los.

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