¿Ora qué te pasó, Por­fi­rio? ¿qué haces ahí tirado?.. Leván­tate, cabrón, que te vas a achi­cha­rrar con el solazo o las chin­ga­das golon­dri­nas te van a dejar todo cagado. Ven, dame la mano, te ayudo a levan­tarte.

- ¿Qué?... ¿Qué día es?, ¿tú quién eres? ¡No me toques, no me toques!

- ¿Cómo?, toda­vía no se te pasa el coraje, pin­che Por­fis?.. puta madre, qué ren­co­roso me saliste, me cae.

- ¡Cállate!... por favor no me moles­tes. Me dio un ata­que y estoy muy ado­lo­rido... ¿dónde estoy?, ¿quién eres?

- No chin­gues, car­na­lito, creí que habías aga­rrado el pedo otra vez, hasta pensé, uy, este borra­cho ya per­dió la ver­güenza, pero mira qué equi­vo­cado estaba. No, si bien dicen que es cues­tión que alguien caiga para que luego luego se le inven­ten chis­mes y se haga de su repu­ta­ción un papa­lote.

- Por favor cállate que me apen­de­jas más. Estás viendo que no coor­dino y tú no paras de hablar... está loca mi cabeza, siento que me esta­lla.

- Per­dó­name, car­na­lito. Está bien, ya no digo nada, pero, jajajá ¿qué es eso de loca tu cabeza? Está chis­toso.

- Yo no le veo nada de chis­toso a mi con­fu­sión. ¿Tú quién eres? Le das un aire a mi com­pa­dre Odi­lón.

- Nooo, yo soy Agus­tín. Odi­lón es mi car­nal, acuér­date que somos cua­tes.

- ¿Agus­tín?... ¿El que se robó a los niños?... ¿Eres tú, hijo de la chin­gada?

- No seas güey, ese es mi hijo. Yo soy el her­mano cuate de Odi­lón, tu com­pa­dre. Acuér­date, chin­gao.

- Mmm, no sé, estoy con­fun­dido... el pin­che sol no me deja verte bien la cara, deja que me recu­pere un poco. - ¿Te ayudo a levan­tarte, mi Por­fis? - No, no, gra­cias, deja que se me pase el mareo; me duele mucho la len­gua, creo que me la mordí.

- Sí, car­nal, yo creo que sí por­que tie­nes san­gre en la boca... mira, aun­que sea te voy a arras­trar un poco hacia la som­bra para que ya no te queme el sol y me quedo a acom­pa­ñarte.

- Está bien, está bien, pero jálame des­pa­cito, por favor, por­que con cada movi­miento siento que me voy a un pin­che barranco y todo me da vuel­tas.

- Bueno, ahí te voy pin­che Por­fi­rio. Tú flo­jito y coo­pe­rando.

- Muchas gra­cias... ¿Cómo me dijiste que te lla­mas?

- Agus­tín, chin­gao. Agus­tín el cuate, hijo de doña Ofe­lia la tehuana.

- Ya, ya, ya, tam­poco te pedí tu arbol genea­ló­gico. Ya se me están acla­rando las ideas. Cada vez que me dan los ata­ques siento que se me parte la cabeza y des­pués del chin­ga­dazo me queda una bruma muy densa en el cere­bro, pero ya se me está pasando.

- Ay, car­na­lito, qué feo lo que te pasa. Fíjate lo que son las cosas, tanto tiempo de cono­certe y no sabía que te pasaba esto de los ata­ques.

- Tiene como 10 años que me empe­za­ron a dar por un chin­ga­dazo muy feo que me di en la cabeza. Bueno, el curan­dero me dijo que eso fue lo que lo causó y ni cómo saber si es cierto.

- Pues ha de haber estado muy duro el tran­cazo, Por­fi­rio.

- Sí estuvo muy feo, pa'qué más que la ver­dad, pero estuvo peor el coraje que hice con el cabrón de Guty, ese perro que dices que es tu hijo, cuando se robó los hijos de mi Susa­nita.

- ¿Los cua­ti­tos?

- ¿Cómo sabes que eran cua­tes, cabrón?... A ver, a ver, ¿sabes algo de ese pen­dejo de Guty? ¿Enton­ces sí eres tú su papá?... ¿De dónde chin­gaos saliste?

- Sí, pin­che Por­fi­rio, yo soy el papá de Guty, te lo dije desde hace rato.

- Aca­bá­ra­mos pronto, chin­gao... ya medio empiezo a reco­no­certe, tú eres Agus­tín el cuate. ¿Cómo es posi­ble que ten­gas tan poca ver­güenza de pararte frente a mí, hijo de la chin­gada? Por Dios que uste­des, los Alca­ra­ces, no tie­nen ni tan­tita madre... ¿Dónde está el infe­liz de tu hijo?

- Tran­quilo, Por­fi­rio, calma tu rabia, yo no sé dónde ande el Guty, ape­nas vengo lle­gando al pue­blo y a la pri­mera per­sona que veo es a ti, tirado y dando lás­tima. De hecho vine a bus­car a mi hijo por­que me lle­ga­ron rumo­res de los cua­ti­tos y quise cono­cer­los.

- Qué cono­cer­los ni que una chin­gada, esos niños no están aquí, se los llevó el infe­liz del Guty y nos rom­pió la madre a todos, espe­cial­mente a mi hija. ¡No tie­nes una chin­gada idea del sufri­miento que ando car­gando desde enton­ces!

- Ay Por­fi­rio, seguro todo ha de ser un malen­ten­dido. Lo que pasa es que tú eres mecha corta y no das ya chance de que se acla­ren bien las cosas, ya ves lo que pasó con el asunto de tu mujer.

- ¿Qué?... ¡Ah, es cierto! pero qué hijito de la chin­gada me saliste, pin­che Agus­tín. Ya se me aclaró el des­ma­dre de la cabeza y me estoy acor­dando de todo. Pero de veras que hay que ser cínico y ojete para venir a bur­larte de mí vién­dome aquí tirado como perro. Pero déjame que me pare y te voy a vol­ver a mache­tear, cabrón, para que se te qui­ten las ganas de andar ena­mo­rando muje­res casa­das.

- Oh qué la. Pin­che viejo tú no cam­bias, siem­pre vio­lento y pen­dejo. Ya me mataste una vez y ni máiz que lo pue­des vol­ver a hacer, estás muy cas­ca­bel para andar de ridí­culo que­riendo asus­tar a alguien. No pue­des ni con tu alma; no te que­dan ya esos pape­li­tos.

-Vas a ver si no, pin­che hoci­cón. Siem­pre me caiste gordo por tus mari­co­ne­rías esas de escri­bir ver­si­tos y andar dedi­cán­dole can­cio­nes a las mucha­chas en la radio. Nunca me caíste bien y ahora tengo que seguir escu­chando tus pen­de­ja­das.

- No mames, Por­fi­rio, si me cor­taste la cabeza no la len­gua. Por cierto como ves acá traigo puesta esta cabe­cita que tan­tos dolo­res me causó y que te hizo la vida de cua­dri­tos... aun­que lo que sea de cada quien cómo le gus­ta­ban mis ojos a tu vieja... y ya no te digo qué otras cosas. Te lo recuerdo nomás para que veas que no eres tan chin­gón cor­tando cabe­zas, nada­más eres jodón, como un cuchi­llo de palo.

- Y tú una pin­che víbora, Agus­tín. Deja que me pare y verás si no te saco las tri­pas y se las doy a los perros. Ora sí dame la mano para que me levante y veas a la muerte maciza y bien parada. - Como le gusta a tu vieja.

- Chinga tu madre... ayú­dame a levan­tarme, pen­dejo, y ya verás que el que se va a que­dar tirado a pleno sol ahora vas a ser tú, de mí te acuer­das.

- Ya, pin­che Por­fi­rio, bájale a tu drama. Mira, te echo la mano pero seré­nate por­que si no te va a dar otro ata­que y te vas a que­dar ahí tirado y bota­neado. Sin bronca te ayudo pero antes dime de dónde salie­ron los cua­ti­tos. - ¡Te digo que me levan­tes, perro! - Sí te levanto pero pri­mero dime lo de los niños. Por­que si te levanto y no te con­tro­las nada­más nos vamos a matar a lo pen­dejo y yo me voy a que­dar con la duda de los cua­ti­tos.

- ¿De veras no sabes, pen­dejo? - No, no sé nada, ya te lo dije.

- Te lo voy a decir por­que como quiera te vas a morir, de mi cuenta corre, así no podrás andar de hoci­cón con­tán­dole a todo el mundo tus chin­ga­de­ras y las del mierda de tu hijo.

- Seré­nate chin­gao. ¿Sabes qué? mejor no me digas nada y ahí qué­date tirado. Como quiera ya te besó el dia­blo por amar­gado y echa­dor.

- Ni madres, ahora te digo. El cabrón de tu hijo pre­ten­día a mi hija, pero como nunca le di per­miso de que siquiera se acer­cara a ella, un día el muy perro se la llevó al río y ahí le hizo sus chin­ga­de­ras. Cuando me enteré lo fui a bus­car a su casa y lo hubiera mache­teado pero por salir corre­teán­dolo me caí y me di un santo madrazo en la cabeza que me quedé des­ma­yado. Ese día como que se me des­cua­dró la memo­ria, por­que sólo tengo recuer­dos vagos de lo que pasó des­pués; recuerdo a mi hija y mi mujer llo­rando des­con­so­la­das, a la gente chis­mosa del pue­blo mur­mu­rando cosas sobre cas­ti­gos de Dios por haberte matado y no sé cuán­tas cosas más. Lo cierto es que el mari­cón de tu hijo se peló del pue­blo y ya no lo he vuelto a ver, sólo sé que él se llevó a los cua­ti­tos. Y eso por­que la misma gente chis­mosa del pue­blo me lo dijo.

- Siem­pre cre­yendo pen­de­ja­das, Por­fi­rio. Cabrón, si son sus hijos hubiera sido mejor que deja­ras a Susana for­mar una fami­lia con él.

- ¡Ni madres! Estás pen­dejo, cómo crees que iba yo a per­mi­tir que ese perro, hijo del otro perro que ena­moró a mi mujer, se lle­vara a mi hija.

- Eres muy ren­co­roso, Por­fi­rio. Lo de tu vieja con­migo sólo pasó en tu ima­gi­na­ción de viejo pen­dejo, celoso y mañoso y fue hace muchos años. Yo pagué los pla­tos rotos por eso y tú ya tuviste tu ven­ganza, párale chin­gao.

- Qué párale ni qué párale, lo que ya no supiste, por­que te rajé la madre, es que cuando tú te chin­gaste a mi vieja al poco tiempo ella se emba­razó y yo, aun­que la per­doné y la quise siem­pre, a ver­dad buena no estoy seguro si mi hija es mi hija o tuya. Mi vie­jita se murió y nunca me lo con­firmó.

- ¿Se murió o la mataste, cabrón? Resulta que en tus his­to­rias tú eres buena per­sona, todo mundo te engaña y así nomás de repente se mue­ren... ya ni la chin­gas, cabrón. Tu vie­jita era un alma de Dios y te juro que yo no tuve nada que ver con ella, seguro se murió de tanta chin­gada humi­lla­ción con­tigo y tus pen­de­jos celos. Pero, ahora que lo pienso bien ¿enton­ces es posi­ble que tu hija y mi hijo sean her­ma­nos?... ¡Pa'la madre, esa no la vi venir! Qué bueno que no los dejaste jun­tarse.

- Pues sí, cabal­mente es lo único de lo que no me arre­piento. Al menos de eso no ten­dré que entre­gar cuen­tas a Dios. Aun­que no sé qué le pasa a mi hija que ya no viene a verme. Se ve que se enojó por­que no le per­mití echar a per­der su vida con ese bueno para nada de Guty. Los rumo­res que trae el viento me dicen que vive con un fulano en el norte y que ya tiene otros hijos. Que Dios la ayude y me ayude por­que estoy solo y con­de­nado a mis tris­te­zas.

- Qué Dios ni qué Dios, Por­fi­rio. Acá todos esta­mos muer­tos y no nos queda más que con­tar­nos his­to­rias para pasar el rato. A ver qué dice el viento mañana; nece­si­ta­mos escu­char algo sobre per­do­nar y des­can­sar en paz, si no vamos a seguir jodi­dos. Ven dame la mano.

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