La región tiene particular veneración por la Virgen de Guadalupe. Todos los años, el centro de la ciudad se llena con una alegre procesión de taxistas que ponen globos en los parabrisas, de corredores con teas encendidas, de carros alegóricos con figuras humanas todo lo inmóviles que pueden (como en

Barcelona las “rocas”) y luego las largas filas de fieles que vienen de los barrios y de todas partes.

Es una de las fiestas más bellas y animadas de la ciudad. Quien tiene, pone su camioneta de redilas para que los del barrio se unan a la comitiva cantando, pero los más van a pie, sin sentir el cansancio por venir de tan lejos.

Uno de los devotos de la Virgen es mi maestro albañil. Cada año organizaba una expedición, con sus oficiales y peones, a la Villa de Guadalupe a pie.

Me lo encontré en el camino a Puebla, seguido por su cuadrilla, con un par de zapatos extra al hombro. A su regreso hablé con él seriamente:

“La Virgen no quiere héroes, quiere buenos hombres que cumplan con su deber como padres, como miembros de la sociedad y como profesionales” -le dije- “cambia esta larga peregrinación por una buena obra”.

-¿Cuál, por ejemplo? -Me contestó. -Pon bien las ventanas de mi casa, que mira que se están cayendo.

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