A quien me pregunta le digo que no vale la pena irse de migrante al gabacho. Es preferible luchar en tu tierra y estar con la gente que amas, ver crecer a tus hijos, trabajar muy duro y soñar con ser mejor. Sí se puede.

A mí me ha ido bien, no me puedo quejar, pero de joven tuve muchas ganas de irme tras los dólares, como tantos paisanos, y sólo recibí malos tratos y el rechazo de un sistema implacable.

La última vez que lo intenté aprendí lo que es a amar a Dios, como dice la sabiduría popular. Lo recuerdo muy bien. Estuvimos cinco días perdidos en el desierto pasando frío, hambre, sed, y mucho miedo. Recién habíamos cruzado y caminamos un rato en silencio.

Cuando se hizo de noche el cabrón coyote nos agarró dormidos y nos abandonó a mis primos y a mí, llevándose el dinero y nuestros celulares. Nos dio mucho coraje pero no nos quisimos regresar a la frontera. Dos veces nos dispararon unos cabrones escondidos entre las piedras, pero corrimos como desesperados y gracias a Dios la libramos.

 El segundo día alcanzamos a ver a lo lejos una camioneta de la policía gringa pero nos dio tiempo de escondernos. Todavía era intenso el deseo de llegar a Estados Unidos. Iba en mi tercer intento, por eso cada kilómetro que avanzábamos en el desierto significaba un triunfo para mi espíritu. El aullido de coyotes nos hacía temblar y nos dejaba mudos por largas horas. El tercer día nos quedamos sin comida; en el cuarto ya sólo nos quedaba menos de un litro de agua para los tres.

Estábamos agotados de caminar sin sentido bajo el sol rabiosos y el frío horrible de las noches. Casi no pudimos dormir. La madrugada del quinto día nos despertó el ruido de un helicóptero que volaba bajo; en la oscuridad corrimos tropezándonos y nos perdimos. Los tres podíamos ver la luz intensa del helicóptero que nos rastreaba sin suerte, pero no nos podíamos ver entre nosotros. Me puse a rezar y lloré de miedo y coraje contra esos putos policías gringos que son aferrados como perros.

Creí que iba a morir abandonado en esa tierra miserable que sólo produce miedo. Estuve todo el día escondido y pensando en lo que dejé en México: mis hijos, mi familia, mi trabajo, mis amigos, pero entendí que de alguna manera mi país me obligó a irme pues me negó oportunidades. Pinches presidentes siempre se chingan la lana y ponen al pueblo a sufrir las devaluaciones y crisis de cada seis años. Sentí coraje y agarré valor para salir del escondite y seguir luchando, pataleando por sobrevivir.

Los sueños del gabacho se me atragantaron en la realidad arenosa del desierto y maldije la necedad que me arrojó ahí, al destino ojete de conejo lampareado perseguido por los perros. Salí y me puse a buscar a mis primos, Hugo y Martín, pero fue en vano, ellos no contestaron. Desesperado, y al ver que empezaba a anochecer, me puse a gritarles como loco y de repente las luces de dos patrullas se encendieron a lo lejos.

Escuché cómo encendieron los motores y salí corriendo alejándome de ellas. Estaban como a 400 metros pero yo sentía que me pisaban los talones. Corrí, corrí y corrí más de una hora hasta que ya no pude más. Aunque lo agreste del camino hizo que cayera de bruces varias veces, lastimándome codos y rodillas hasta sangrar, me ayudó a burlar a las patrullas que no se atrevieron a seguirme por ahí.

Descansé un poco y caminé una hora más, arrastrando los pies entre la arena pedregosa del desierto y el desamparo de la noche helada. Por suerte había luna, pero a ella, tan serena, mi drama le era indiferente. Por eso me cagan los poetas, pues bien decía don Atahualpa Yupanqui que de tanto mirar la luna ya nada saben mirar. El cielo siempre es bonito, jodidos los que estamos abajo.

El espanto del eco que arrastraba el aullido de los coyotes y el bramido infame de las zorras en celo, me hizo pensar en mis primos y su suerte en esa noche en que fuimos perseguidos como animales. Un último arranque de valor e instinto me hizo caminar hacia una luz que se veía a lo lejos. Mi conciencia divagaba y en algún momento asumí que el delirio me provocaba visiones, pero ya no me importó porque acepté el hecho de que si iba a morir era preferible hacerlo desconectado de la nefasta realidad.

Deseé tener un poco de mariguana para ayudar a la mente a extraviarse y al cuerpo a calentarse. Caí una vez más y decidí ya no levantarme. Postrado pude sentir cada herida de mi cuerpo, las espinas duras de las huizacheras enterradas en la espalda y el sabor terroso de la sangre seca en mi rostro. Estuve dormido casi media hora, hasta que el frío de la noche y el ruido del motor de un vehículo me despertó.

Ya no tuve miedo, aunque tampoco tenía ganas de levantarme. Me quedé quieto y vi venir el vehículo. Con la luz de sus faros pude constatar que era una camioneta y venía sobre una carretera secundaria que yo, en la oscuridad y la ceguera del miedo no percibí en primera instancia, por lo que asumí que habría una población cercana. Pensando que el vehículo era de un civil me animé a levantarme y hacerle la señal para que se detuviera, agradeciendo a la Divina Providencia mi buena suerte. Sorprendido con mi aparición de fantasma harapiento en medio de la nada, el conductor dio un volantazo y frenó casi frente a mí.

Crispado y tembloroso, sudando la fiebre absurda de la hipotermia, vi que en la parte de atrás de la camioneta venía Hugo, mi primo. En su cara asustada se esbozó una sonrisa melancólica al reconocerme. Estaba a punto de llorar pero me contuve al ver que de la puerta del copiloto salió un cabrón armado que me obligó a darle la espalda y me esposó. Era el pinche coyote que nos abandonó en medio desierto y que resultó ser un soplón que hacía chambas para la migra.

Creímos que nos iban a matar puesto que ya no traíamos dinero, pero gracias a Dios se tentaron el corazón. Sea como sea agradecimos que nos rescataran y pusieran en ruta de la feliz deportación. A Martín lo seguimos llorando. No lo volvimos a ver.

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