moisés alastor

‘Diario Nómada’

 

EL SILENCIO

Cualquier fotografía es la expresión de una ausencia. No importa el tiempo en que se tomó. Siempre nos remonta al pasado y sugiere un instante que no volverá. Los migrantes suelen cargar fotografías de sus familiares en el bolsillo, como si la larga línea del pasado pudiera perfilarse en esos rostros impresos sobre el papel. Las personas verán en ellos a un niño o a una mujer anónimos; el migrante, sin embargo, contemplará la ausencia de un hijo y una esposa, la de ellos y la de ese espacio impalpable que dejó vacío hasta su regreso. Un vacío que suelen llamar esperanza.

Desde hace años viajo con varias fotografías en la cartera. En las horas de nostalgia recurro a ellas y trato de completar el presente con recuerdos de una vida que quedó inconclusa. Entre ese puñado de viejas instantáneas hay una que conservo con un cariño especial. Es la imagen de una anciana que hizo del silencio una esfera de conocimientos. Porque el silencio, decía ella, no es otra cosa que la capacidad de escucharse. Y escuchar, supongo, no es sino la capacidad de aprender. 

La abuela era en realidad una mujer de pocas palabras. Decía siempre lo justo, como si el tiempo, tan valioso,  fuera a perderse en su boca y no en la de otros, de los que tanto quería aprender. La boca del otro era un megáfono de noticias lejanas, inasibles, como fuentes de agua en el desierto. Esos labios hablaban de historias que ella nunca pudo leer, de trenes que no pudo alcanzar.

Cuando nadie tenía nada más que decir, la abuela se levantaba de la mesa y caminaba hacia la huerta. Estaba cansada, pero se desenvolvía entre los surcos de la tierra como aletea un delfín veterano en las profundidades del mar.  En la tierra sembraba pensamientos, y cuando la cosecha no era buena, recurría a Dios, el único que no cobra por consulta. Por todo eso, la abuela callaba. 

Los largos inviernos habían hecho de ella una mujer rocosa. El abuelo murió joven, o viejo, depende, porque vivió la eternidad del campo, que suele cobrar un tributo de diez años de vida. Ella se negó a pagarlo y llegó a los noventa y tantos. En ese tiempo no  se quejó de nada, nunca reclamó a nadie. En los últimos años caminaba varios kilómetros por senderos de chopos, sola, desafiando al impaciente reloj del olvido. 

Tendría unos once años en uno de los veranos en que fui a visitarla. El día del regreso a casa la abuela salió a la calle para despedirse. Yo le decía adiós por el vidrio trasero mientras ella permanecía allí, de pie, con las manos entrelazadas a la altura del vientre y  su gesto severo, inmutable.  

Recuerdo su silencio interrumpido por una tos que era la marca del tiempo, de esos años que pasan urgentes. Recuerdo sus fuertes brazos y el vigor de un pecho que caminaba siempre por delante de la cabeza. Recuerdo a esa mujer que callaba en aquella despedida, cuando le decía adiós por el cristal, y ella liberaba de sus ojos un par de lágrimas, tímidas, con el peso de noventa años de silencio.

'CRUCERO'

Con las siete de hoy llevo 43 cruces revisadas durante esta semana; muchas están abandonadas y llenas de polvo, las más viejas ya son puros esqueletos oxidados cuyos adornos de herrería alguien se robó para venderlo como fierro viejo.

Es una pena que haya gente tan cabrona mancillando las cruces, pues fueron puestas para recordar a seres humanos que sea como sea tuvieron una vida compartida con muchas personas y seres queridos.

Ya tengo algunos años haciendo esta chamba de restauración y me siguen pareciendo crueles las formas del destino al permitir tantas desgracias regadas por los cruceros viales de la ciudad. Crueldad de dolor ymuerte, de olvido y abandono.

Es de un humor negro que llega a ser muy ofensivo, pues esas marcas tan fáciles de identificar en un mapa de google terminan siendo referencias de ubicación en el trazado de ruta peatonal. Como si la señalización vial clavara sus pines del GPS en las cicatrices siempre abiertas de la ciudad. Pienso que, aunque no parezca, a alguien le duele o le dolió.

- ¿Dónde nos vemos?

- [Ahí por donde está la cruz de la chica que se mató en la moto]... - [en la bajada donde atropellaron a los niños el año pasado]... -[en la esquina de las cruces, ahí donde ejecutaron a los chavos del gimnasio]... -[en el bulevar, a la altura de la cruz que está donde mataron a la abuelita de los tamales]...

Lo peor de este trabajo es ver la ciudad llena de cruces, como una sucursal del panteón, y que la gente se acostumbre a caminar indiferente ante esos recordatorios de la muerte que se beneficia de las malas jugadas del destino.

Ellos no lo saben pero yo sí. Sé que cualquier día me haré cargo de sus cruces y lamentaré con ellos el destierro del camposanto, la desgracia de ser una estadística y no una plegaria dicha con amor y el deseo de paz por sus almas y la mía.

Ojalá, cuando sea, mi cruz se haga polvo conmigo y Dios me permita ser algo más que un peatón que le sirve a la muerte como restaurador de sus signos.

Mientras, acá sigo, y ya me acostumbré a ver cómo el tráfico se pone loco cuando por un instante todos los muertos vuelven a sufrir los accidentes horribles que llenaron de cruces la ciudad y reinicia el caos de ambulancias, dolor e incertidumbre.

Ellos me ven y por un momento siento que me dicen que quite su cruz, que ellos van a vivir y ahora sí aprovecharán  la oportunidad de trascender y de paso yo podré dedicarme a mis poemas y mis dibujos.

O tal vez me quieren decir que no permita que el olvido los condene a ser parte del polvo de la ciudad.

 

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