Marcio Amoroso Dos Santos es un ex futbolista brasileño que tuvo una carrera brillante a nivel de clubes pero que en la selección sólo pudo lucir en la Copa América del 99. Aunque nunca jugó un Mundial su fama trascendió sobre todo por su peculiar sobrenombre.
En 1997, Gregorio, un compañero de trabajo recién estrenado en la mayoría de edad, ingresó a la empresa y rápidamente se volvió un personaje notorio. Amaba el futbol y era fan de Brasil y Amoroso.
Por esas cosas incomprensibles de la vida Goyo tuvo una existencia breve, como aletazo de colibrí que constata la belleza efímera de ciertos misterios.
Jovencito de origen humilde, Goyo cumplía alegremente sus labores de office boy en la empresa y tejía redes de amistad a partir de su candidez y una genuina vocación de aprendizaje.
En la víspera de la primera posada navideña a la que iba a asistir, se apersonó en el salón donde se llevaría a cabo la celebración y se puso a ver los regalos que se rinoche farían la siguiente. Optimista sentenció que el elegante refrigerador de 14 pies, que lucía con un gran moño azul entre los demás regalos, se lo ganaría él e iba a verse muy bonito en su casa. A su mamá le hacía falta.
El decreto funcionó y en la noche de la posada Goyo brincó de felicidad al escuchar su nombre pronunciado por el maestro de ceremonias. Fue un momento emotivo donde la mayoría de los asistentes aplaudimos de pie al feliz ganador.
En su segundo año en la empresa Goyo ya era un personaje reconocido por su buena actitud y carisma, pero sobre todo por el episodio del refrigerador.
Como su hogar seguía con carencias decidió trabajar horas extras en el área de mantenimiento de la empresa.
Así se volvió un personaje con el que todo mundo tenía algo que ver. Una suerte de ajonjolí de todos los moles que recorría los departamentos arreglando desperfectos.
Su momento estelar entre los compañeros de trabajo llegó con el futbol. A propósito del Mundial del 98, en el que Francia venció al Brasil del enorme Ronaldo Nazario, la empresa organizó un torneo en el cual se inscribieron todos los departamentos, cada uno representando a una selección nacional.
Sólo eran ocho equipos, por lo tanto los nombres reunían a la élite futbolera; obviamente el equipo de Goyo fue Brasil.
Él era titular indiscutible de la banca, pues su simpatía en la cancha no compensaba sus escasas habilidades como futblista. Casi casi era la mascota.
Pero la grada lo reclamaba: ¡Ya metan a Goyito, cabrones!.. La insistencia cobró su fruto y diez minutos antes de terminar el partido inaugural entró a jugar entre los aplausos y chiflidos de la porra cábula que realmente quería ver a Goyo hacer el ridículo para reírse a sus costillas, eso sí, con mucho cariño.
El futbol tiene sus misterios, y el ‘Perro’ Bermúdez razón al hablar de los dioses del estadio. Algo parecido a un portento ocurrió esa tarde de futbol en el que un aguerrido jovencito enclenque logró anotar un gol desatando la euforia en la grada que coreaba el nombre de Goyo. Él, feliz e incrédulo, se puso a mandar besos con las manos a la porra que se los devolvía ya instalada en el desmadre.
El árbitro tuvo que reconvenir al anotador pues el festejo duró demasiado y él no paraba de mandar besos a la tribuna.
Cuando el juego terminó la carrilla fue implacable con el recién estrenado goleador. ¿Qué chingadera es esa de andar mandando besos, pinche Goyo?, le reclamó divertido uno de sus compañeros de equipo. -Es que yo soy Amoroso, por eso juego con Brasil, contestó el jovencito asumiendo el tono desmadroso de la pregunta.
A finales de ese año el joven Amoroso siguió de suerte. No metió otro gol (habría sido poco creíble hasta para sus amigos y este relato), hizo algo mejor: formuló un nuevo decreto.
En la inminencia de la posada navideña repitió el ritual del año pasado en que ganó el refri.
Esta vez eligió un precioso juego de sala y llevó al límite su proyección agorera: entró al salón donde reposaban los regalos y, con flexómetro en mano, se puso a medir una por una las tres piezas del juego de sala. -Necesito saber cuánto mide para hacerle un espacio en la casa-, dijo sonriente y con la mirada plena de optimismo.
No es necesaria la explicación de si fue magia, fortuna, casualidad o contubernio feliz de los encargados de la tómbola, pero en la noche de la posada el cándido Goyo volvió a escuchar su nombre como ganador del premio ante el bullicio de los asistentes a la celebración que coreaban su mote futbolero: ¡A-moro-sooo, ¡A-mo-ro-sooo!...
con la sonrisa espléndida dibujada y las manos ocupadas mandando besos a todo mundo, el querido héroe de las celebraciones navideñas partió plaza esa noche de decretos cumplidos.
El juego de sala inauguró en su hogar el espacio de bienvenida y cordialidad tan propio del espíritu navideño y la esencia amistosa de Goyo.
Y así se quedó, como imagen intocable de un último recuerdo para el corazón de una madre.
El querido Amoroso, Gregorio, Goyo, Goyito, salió de su casa un domingo para hacer trabajos extras que le ayudaran a sostener la providencia de su hogar y ya no regresó. El destino detuvo su vuelo de colibrí.
Ese año el verdadero Amoroso consiguió su único título con Brasil pero Goyito ya no lo vio. La fatalidad juega sucio con los goleadores que regalan amor y decretan la fortuna navideña.
Nochebuena
Mi niñez fue inolvidable. Por el lado poniente de la ciudad, mi padre compró un solar enmedio de un barrio pobre.
Cuando se acercaba la Nochebuena, todas las casitas alrededor de la nuestra se llenaban de fervorosa alegría. Por algún lado se hacían guirnaldas de papel de china, por otro cucuruchos para la colación, en una casa se revestían las ollas de mole para convertirlas en piñatas multicolores, en otra se preparaba el Nacimiento con espejitos entre el pachcle para figurar laguitos y arroyuelos y venían luego, con una imaginación admirable, los Reyes Magos de barro, la estrella colgada del techo y, en la hondada, el pesebre donde, días por venir, llegaría Cristo al mundo.
Preparado pues el barrio para este solemne nacimiento, la Nochebuena se iniciaba en la casa de mi maestro de música, allí donde estaba colocado el Nacimiento en la sala. Sobre un pequeño estrado, empezaba la fiesta con un vals, o algo así, tocado al violín por mi maestro y seguido por mí con mi medio violín y mi medio conocimiento.
Nos aplaudían de buena gana y entonces venía el número grueso de la fiesta: un juguete cómico que mis vecinos jóvenes medio decían y medio inventaban. Pero ¡cómo reía el auditorio! Yo también, ya liberado de obligaciones artísticas y sumido entre la multitud, ¡cómo gozaba de aquellas primeras luces de las candilejas en mi naciente afición al teatro!
Luego venía la procesión para pedir posada en la casa del carnicero: todos con una temblorosa velita en las manos atravesábamos la calle cantando lo que ustedes conocen y al llegar a la puerta se cruzaban cantos pero también bromas, algunas de mal gusto.
Yo estaba enamorado de la hija del carnicero y aprovechaba la procesión para ver el interior de su casa, la delicada forma en que estaban colgados los cuartos en canal de las reses y la paila de chicharrones que nos ofrecía aquel matarife, con tortillas calientes y café aromático.
Después venían las piñatas. Como piñatas de pobre estaban llenas de cacahuates, de limas, de tejocotes y de un puñado de caramelos. Y por fin, el baile. Junto a mi maestro de música aparecía un tocador de banjo y una guitarrista. Todos tenían pareja, menos yo, que a los diez años no se tiene derecho a tanto.
Así que mi madre daba por terminada la Nochebuena por ella y por nosotros, y cargados de cucuruchos de confites coloreadas, las bolsas del pantalón repletas de naranjas y de limas, emprendíamos el regreso a casa.
La Nochebuena de ellos seguía hasta el amanecer. Yo tenía que esperar otro año para poder entrar nuevamente, con mi velita temblorosa en las manos, en la casa de mi mujer soñada.
