Aun­que la Cons­ti­tu­ción reco­noce al agua como bien nacio­nal y dere­cho humano, es un hecho que México se encuen­tra bajo ten­sión hídrica. Durante déca­das se per­mi­tió que unos cuan­tos domi­na­ran su explo­ta­ción, comer­cia­li­za­ción e incluso su dis­tri­bu­ción como si se tra­tara de un patri­mo­nio pri­vado. Por ello, la dis­cu­sión sobre una nueva Ley Gene­ral de Aguas y la reforma a la Ley de Aguas Nacio­na­les, ante la urgen­cia de corre­gir un sis­tema que dejó que la excep­ción se vol­viera regla y la dis­cre­cio­na­li­dad, norma.

La nece­si­dad de una nueva ley res­ponde a la rea­li­dad que vive el país, con un marco per­mi­sivo ante abu­sos, acu­mu­la­ción de con­ce­sio­nes, sobreex­plo­ta­ción de acuí­fe­ros y prác­ti­cas de mer­cado dis­fra­za­das de dere­chos adqui­ri­dos. No solo enfren­ta­mos la esca­sez de agua, sino la esca­sez de con­trol ins­ti­tu­cio­nal sobre ella. De ahí la urgen­cia de una reforma que atienda una cri­sis estruc­tu­ral y esta­blezca lími­tes que his­tó­ri­ca­mente se evi­ta­ron.

El Gobierno de México ha insis­tido en recu­pe­rar el agua como bien de la nación, rea­fir­marla como dere­cho humano y cerrar espa­cios de corrup­ción e inter­cam­bio opaco. Durante años, con­ce­sio­nes agrí­co­las se uti­li­za­ron para lle­nar pipas, ven­der agua a ter­ce­ros o abas­te­cer desa­rro­llos sin auto­ri­za­ción. Estos usos para­le­los con­vir­tie­ron un dere­cho público en un nego­cio pri­vado y, en oca­sio­nes, en mono­po­lios loca­les del recurso. El nuevo marco jurí­dico busca ter­mi­nar con esas dis­tor­sio­nes mediante reglas cla­ras para here­dar, man­te­ner o trans­mi­tir con­ce­sio­nes sin con­ver­tir­las en ins­tru­men­tos de espe­cu­la­ción, refor­zando ade­más la super­vi­sión en zonas con estrés hídrico.

En la Cámara de Dipu­ta­dos y el Senado se han expre­sado inquie­tu­des legí­ti­mas sobre la tran­si­ción nor­ma­tiva y la cer­teza jurí­dica de pro­duc­to­res, agroin­dus­trias y peque­ños pro­pie­ta­rios. La apro­ba­ción en lo gene­ral de la Ley Gene­ral de Aguas y la modi­fi­ca­ción a la Ley de Aguas Nacio­na­les fue ante­ce­dida por un pro­ceso amplio: el Acuerdo Nacio­nal por el Dere­cho al Agua y la Sus­ten­ta­bi­li­dad, con foros regio­na­les y audien­cias públi­cas en las 13 regio­nes hidro­ló­gi­cas. Negar las preo­cu­pa­cio­nes sur­gi­das en esos espa­cios sería tan irres­pon­sa­ble como igno­rar los abu­sos que ori­gi­na­ron la reforma.

El con­traste no es solo eco­nó­mico, sino cul­tu­ral. Regu­lar el agua implica des­te­rrar iner­cias arrai­ga­das, redis­tri­buir dere­chos y acep­tar lími­tes que durante déca­das no exis­tie­ron en la prác­tica. En los deba­tes legis­la­ti­vos se ha adver­tido sobre ries­gos de dis­cre­cio­na­li­dad y cen­tra­li­za­ción exce­siva, mien­tras la pos­tura ofi­cial sos­tiene que la reforma pro­tege a los usua­rios legí­ti­mos y actúa úni­ca­mente con­tra pri­vi­le­gios inde­bi­dos; de ahí el con­senso en la nece­si­dad de poner orden, pero un orden cons­truido con reglas cla­ras, trans­pa­ren­cia y la menor dis­cre­cio­na­li­dad posi­ble.

El desa­fío es evi­tar los extre­mos, es decir, una regu­la­ción tan rígida que blo­quee la adap­ta­ción pro­duc­tiva en un país sujeto a sequías y varia­cio­nes cli­má­ti­cas, o una ley tan laxa que per­mita reci­clar vie­jos vicios bajo una nueva lega­li­dad. El equi­li­brio debe prio­ri­zar el con­sumo humano y ambien­tal, pro­te­ger a peque­ños pro­duc­to­res y comu­ni­da­des y san­cio­nar a quie­nes des­vían, des­per­di­cian o comer­cian con el recurso de forma ile­gí­tima. El acceso al agua como dere­cho humano debe tra­du­cirse en polí­ti­cas públi­cas que gene­ren efec­tos tan­gi­bles en el bie­nes­tar social.

La reforma requiere regu­la­ción com­ple­men­ta­ria que impulse el reúso, el tra­ta­miento de aguas resi­dua­les, la tec­ni­fi­ca­ción del riego y la res­tau­ra­ción de cuen­cas, al tiempo que se vigile que las inver­sio­nes públi­cas no ter­mi­nen con­ver­ti­das en pri­vi­le­gios pri­va­dos y que los incen­ti­vos no cas­ti­guen a quie­nes moder­ni­zan y tec­ni­fi­can sus pro­ce­sos.

No se trata de que el Estado tenga pleno con­trol sobre el agua ni de blin­dar inte­re­ses lega­dos, sino de cons­truir un sis­tema donde la jus­ti­cia hídrica se con­vierta en una polí­tica pública efec­tiva y sus­ten­tada en la ley. Claro que ello implica cos­tos polí­ti­cos y finan­cie­ros; pero el costo de per­pe­tuar el caos sería mucho mayor, ade­más de las enor­mes fac­tu­ras ambien­ta­les, socia­les y eco­nó­mi­cas que ya esta­mos pagando. La dife­ren­cia radica en admi­nis­trar para unos pocos o pre­ser­var y dis­tri­buir equi­ta­ti­va­mente para todos.

Las opi­nio­nes ver­ti­das en este espa­cio son exclu­siva res­pon­sa­bi­li­dad del autor y no repre­sen­tan, nece­sa­ria­mente, la polí­tica edi­to­rial de Grupo Dia­rio de More­los.

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