En el Siglo XIX la dili­gen­cia fue el prin­ci­pal medio de trans­porte de pasa­je­ros entre la Ciu­dad de México y Cuer­na­vaca, hasta que dejó de pres­tar sus ser­vi­cios en 1897 debido a la intro­duc­ción del ferro­ca­rril. Se lla­ma­ban dili­gen­cias debido a la rapi­dez con que hacían sus reco­rri­dos, com­pa­rado con los demás medios de trans­porte uti­li­za­dos cuando éste se imple­mentó. Era un vehí­culo tosco y fuerte, con una capa­ci­dad de entre 6 y 8 pasa­je­ros y alcan­zaba una velo­ci­dad máxima de 8.5 kiló­me­tros por hora. El viaje salía de San Anto­nio Abad en la ciu­dad de México a las 6 de la mañana y tar­daba más de 9 horas y media en lle­gar al cen­tro de la ciu­dad de la eterna pri­ma­vera, gene­ral­mente des­pués de las 3 de la tarde.

El viaje no era fácil debido a que los pasa­je­ros eran zaran­dea­dos durante todo el tra­yecto, tenían que ir aga­rra­dos de correas de cuero que col­ga­ban del techo y sopor­tar el ince­sante y molesto gol­pe­teo del carruaje con­tra el irre­gu­lar camino empe­drado.

Los ban­di­dos hacían su apa­ri­ción prin­ci­pal­mente des­pués de pasar el ran­cho de Zaca­pechco, hoy Tres Marías, ya que apro­ve­cha­ban la espe­sura del bos­que para escon­derse y salir sor­pre­si­va­mente al grito de ¡Azo­rrí­llense!, que en esa época era el equi­va­lente al ¡manos arriba! que aún lle­gan a uti­li­zar los ladro­nes. Los ban­do­le­ros traían cubierta boca y nariz con un palia­cate y con sus armas obli­ga­ban al cochero a dete­ner su camino. Los asus­ta­dos pasa­je­ros baja­ban con las manos en alto, para rápi­da­mente ser des­po­ja­dos de algu­nas joyas o dinero.

Des­pués de la Gue­rra de Reforma (1858-1861) se hicie­ron comu­nes los asal­tos per­pe­tra­dos por “Los Pla­tea­dos”, eran gue­rri­lle­ros tam­bién cono­ci­dos como “chi­na­cos” que había ayu­dado al triunfo de las fuer­zas de La Reforma y al tér­mino de ésta el pre­si­dente Juá­rez les dio ins­truc­cio­nes para que regre­sa­ran a sus hoga­res y a sus anti­guas acti­vi­da­des. Muchos de ellos habían sido peo­nes en las hacien­das azu­ca­re­ras y no se con­for­ma­ron con vol­ver a sus anti­guas acti­vi­da­des; se habían acos­tum­brado a la vida agi­tada de gue­rri­llero, a los bue­nos caba­llos, a las armas y a obte­ner ganan­cias de los latro­ci­nios de la revo­lu­ción por lo que se dedi­ca­ron al ban­di­daje. Para el ter­cer ter­cio del siglo XIX exis­tía un encar­gado de la segu­ri­dad pública lla­mado “El Chato Ale­jan­dro”, mili­tar que con sus sol­da­dos debía pro­te­ger a la dili­gen­cia de los asal­tan­tes, pero dis­fra­zán­dose de ban­do­lero asal­taba el carruaje, luego regre­saba rápi­da­mente a su cam­pa­mento, se ponía su traje mili­tar y veía tran­qui­la­mente el paso de sus víc­ti­mas.

En Cuer­na­vaca el carruaje lle­gaba hasta la casa de la dili­gen­cia lla­mado “Por­tal Águila de Oro”, frente al jar­dín Juá­rez, ese lugar se llamó des­pués Hotel Bella Vista. Años des­pués la ter­mi­nal se cam­bió al Por­tal de Eguía, en donde se encuen­tra actual­mente el pala­cio de gobierno. Cuando lle­gaba la dili­gen­cia la gente se arre­mo­li­naba a su alre­de­dor para curio­sear quien había lle­gado. El cochero se paraba sobre el pes­cante, abría la bolsa de correos y sacaba uno por uno los paque­tes y car­tas, gri­tando el nom­bre de su dueño, estos pasa­ban de mano en mano para lle­gar al des­ti­na­ta­rio final.

La dili­gen­cia era jalada por una recua, que estaba con­for­mada por 4 o 6 mulas o caba­llos. En el tra­yecto se rea­li­za­ban tres cam­bios de ani­ma­les; en Tepe­pan, El Guarda (hoy Parres) y Huit­zi­lac. En Parres aún se pue­den obser­var los res­tos de la torre de vigi­lan­cia y del lugar que sir­vió para hacer el cam­bio de recuas, en donde los via­je­ros podían bajar un momento a des­can­sar, esti­rar las pier­nas y tomar algún boca­di­llo o bebida caliente en una fon­dita. El viaje cos­taba entre seis y doce pesos, depen­diendo de las como­di­da­des con las que el pasa­jero que­ría via­jar. El via­jero que pagaba el boleto más eco­nó­mico era aco­mo­dado en el pes­cante (asiento exte­rior) o en el techo y se le entre­gaba un rifle o cara­bina para auxi­liar al cochero en caso de que ocu­rriera un asalto, lo cual era fre­cuente.

 

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