Repasando por ene vez los voluminosos tomos de Historia General del Arte, impresos en París en M.CM.LII, bellos libros empastados en piel que me regalaría mi padre, me reencontré con un seca tinta, de esos que usábamos los alumnos de primaria para secar la tinta de nuestras plumas fuente, cuando la pluma atómica o bolígrafo no era todavía popular, ahí lo había puesto a modo de separador ¡más de medio siglo atrás!, y ahí mismo lo he dejado cada vez que lo encuentro. Tocarlo me remontó a aquellas épocas de la Cuernavaca de mi niñez, a la de los años cincuenta. Esos “seca tinta” los regalaban los cines para promocionar las películas que proyectaban, cuando escribir a tinta era todavía artesanal. Como en Casablanca mi favorita, me hizo añorar otra tinta, aquella que elaborábamos con buganvilias machacadas con gotas de agua, con la que escribíamos cartas a las compañeras, tenía la ventaja que al secarse en unos minutos lo escrito desaparecía y no quedaba evidencia de nuestro amor ya ni tan platónico, lo que evitaba posibles burlas de nuestros compañeros. Otra más romántica era escribir con jugo de limón, cartas, que para poder leerlas era necesario pasarles un cerillo atrás del papel y lo escrito aparecía. Y estas formas de mensajes se extendieron a la secundaria, sumándose nuevas experiencias, como aquella cuando por las mañanas los amigos del rumbo nos subíamos al camión urbano, sentados siempre al fondo, camión que con sus movimientos avivaba instintos que abultaban nuestros pantalones y aun ya en el salón de clases y sentados en la banca practicábamos el levantamiento de libros, pero también le hacíamos al futbol americano, al soccer, al básquet, natación-buceo y mucha bicicleta. Bajábamos a las acantiladas barrancas por lianas y raíces, escalábamos azoteas, practicábamos alto equilibrio corriendo sobre bardas, íbamos a la matiné, dos películas en las domingueras mañanas del cine Morelos antes y después de ser remodelado por primera vez, sentarnos por horas junto a la chica que nos gustaba era lo más ansiado, mano sudada, besos de chocolate, y de pronto ya éramos hábiles en botones y broches de gancho. Escuchábamos discos en cabinas personales y comprábamos discos en la discoteca Yoli en la calle Guerrero, entonces discoteca era una tienda de discos. Tiempos de asistir a los paseos domingueros alrededor del Jardín de los Héroes hoy Plaza de Armas, paseos que iniciaron mucho tiempo antes en el Zócalo, hoy Jardín  Juárez -el del quiosco- donde todavía se escuchan las serenatas con la banda de música los días jueves y domingos, pardeando el sol los hombres caminaban alrededor de la plaza conforme a las manecillas del reloj y las mujeres en sentido contrario, costumbre conservada por más cien años en Cuernavaca, desde el porfiriato, cuando en esa época romántica de valses, fox-trots, y polkas entre las que surgió en 1896 “los muchachos por aquí, las muchachas por allá y sentados en las bancas los papás y las mamás”, pero ya en nuestro tiempo sin ellos, hombres y mujeres adolescentes nos encontrábamos cada media vuelta, eran unos segundos, las furtivas miradas embelesaban, miradas que entre los amigos nos ayudábamos a interpretar.. Todavía en la secundaria, en 3º, llegó mi primer auto, una carcacha Ford 31, decían era de Eliot Ness aquel de Los Intocables, auto que mi padre Carlos Lavín Oliveros, me ayudó a comprar -con tres cuartas partes del valor- a su compadre Don Edmundo Aragón, En esos meses por las tardes yo trabajaba con mi padre cuando construyó los puentes y obras hidráulicas del libramiento que era de solo dos carriles, y con esta nueva vía, el tránsito carretero dejo de pasar por las céntricas avenidas Morelos al norte y Obregón al sur. Entonces dar La Vuelta al Jardín era ya en auto, como conductor me tocaba del lado de jardín y así pasaba más cerca de las chicas. Cuando se nos hacía noche; joven Lavín, ya váyase a su casa, me decían afectuosamente los oficiales que vigilaban el Centro. La Vuelta al Jardín agonizaba a finales de los años sesenta cuando era común saludar a incontables personajes como a Siqueiros en la Oficina de Correos, a García Márquez en La Universal. Inmerso en aquella época, de súbito regresé de golpe al tiempo actual por el escandaloso timbre del teléfono, miro alrededor para ubicar donde me encontraba. Tratando de que aquel tiempo no se me fuera, recordé cuando un domingo estando en Catedral obligado a oír misa, me separé de la familia y me situé atrás, bajo el coro, a centímetros y de espalda a la grueso muro, de pronto y en pleno medio día, una mano se asentó firmemente en mi espalda y luego de esto me dio un fuerte empujón, no había nadie a veinte metros, entonces la iglesia no se llenaba, el empujón me obligó a dar dos pasos al frente, no fue de espanto, fue una llamada a escuchar la misa que daba el mundialmente vanguardista obispo don Sergio Méndez Arceo auxiliado por el querido padre Nica ya viejo vicario de la Catedral. Por fuera, en ese grueso muro estaban varias lápidas de frailes que siglos antes ahí fueron sepultados, lápidas que retiró ese obispo en 1957 cuando remodeló la Catedral, donde los oriundos nos saludábamos cada domingo, ahora lo hacemos perdidos y de vez en cuando en las plazas comerciales. 

¡Hasta la próxima!

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